jueves, 8 de mayo de 2014

¿Era él?



Otra vez en la ruta. Como en una película interminable y oscura. Mi vida, de a poco, se había ido transformando en eso: apenas una triste road movie clase B. Aquella tarde de viernes volvía a mi casa desde Bariloche, luego de visitar a varios clientes. Uno de ellos, un industrial petrolero, me invitó a almorzar. No podía negarme, por lo que recién pude salir a la ruta pasadas las tres de la tarde, precisamente cuando comenzaba a lloviznar. Encendí el limpiaparabrisas.

Al llegar a Neuquén estaba muy cansado. Por un instante, pensé en hacer noche allí, en algún hotel barato de viajantes, pero las ganas de llegar a mi casa pudieron más que mi cansancio: decidí entonces cargar combustible y seguir adelante. Podría avanzar un poco más antes de parar a dormir. Empezaba a oscurecer. Prendí las luces.

Había viajado una hora más cuando comprendí mi error: el próximo lugar en el que podría detenerme y pasar la noche era General Acha, a cuatrocientos cincuenta kilómetros desde Neuquén. Iba a llegar muy tarde, tal vez a las doce. Pero ya no había vuelta atrás: no iba a desandar camino por nada del mundo. Debía seguir adelante. Aceleré.

—¿Qué me pasó? —pensaba. —Debo haber hecho este camino unas cien veces. ¿Cómo no me acordé de que este tramo es un desierto?— Puede haber sido el cansancio, o el fastidio que llevaba por haberme demorado inútilmente. La noche ya se había cerrado sobre la ruta sin iluminación, reduciendo el mundo visible a mi cuerpo, mi maletín, mi automóvil y unos pocos metros de asfalto mojado. Eso era todo. Encendí la radio.

Un noticiero contaba el caso de Diego Mendoza, un preso que se había fugado de la cárcel de Zapala días atrás, luego de haber matado a su paso a dos guardias con una faca. “Psicópata asesino”, repetía el locutor. La policía lo buscaba intensamente desde entonces. Las noticias no me interesaban. Nunca me interesaron. Apagué la radio.

La lluvia era cada vez más intensa. A lo lejos, divisé una luz. Gradualmente, la veía acercarse y convertirse en cartel indicador: “Gral. Acha – 220”. Todavía doscientos veinte kilómetros más. Es en momentos como ése cuando pienso por qué no me habré quedado en la compañía de seguros: oficina con aire acondicionado, café caliente a toda hora, salida a las cinco y llegada a casa media hora más tarde. Comenzaba a refrescar. Puse la calefacción en 22º.

Cuando finalmente llegué a General Acha, encontré un pueblo fantasma, diluído por la lluvia torrencial, que no cesaba. Sería difícil hallar donde dormir a esa hora. Afortunadamente, sobre la ruta, a unos metros de la entrada principal, alcancé a ver un cartel de chapa oxidada con una inscripción: “Motel”. Sin dudarlo, entré con el auto y lo estacioné frente a la oficina. “Aquí me quedo”, pensé. Apagué el motor.

El motel era un lugar ordinario: una larga hilera de habitaciones contiguas, cada una enfrentada con su lugar de estacionamiento, al aire libre, separados solamente por un pasillo que conducía a la oficina. Allí, el encargado del turno noche, semidormido, se hallaba recostado sobre un escritorio en penumbras. Le pedí una habitación, que me cobró por adelantado. Habiéndome asegurado cama, pensé en comer algo.

—Aquí no tenemos cocina— me dijo, malhumorado—. El único lugar en donde puede comer algo a esta hora es el restaurant de la estación de servicio. Aquella luz. ¿La ve?

Desde la ventana, en medio de la oscuridad, el cartel luminoso de la estación de servicio era la única señal de vida apreciable. Decidí ir en auto: si bien el lugar no quedaba muy lejos, era mi única posibilidad de no terminar completamente empapado.

El restaurant estaba desierto. O casi: un único cliente tomaba café en la barra, mientras miraba las noticias en un viejo televisor colgado del techo. Me senté en una mesa contra la ventana, pero nadie apareció. Recién varios minutos más tarde, salió de la cocina un viejo muy delgado, le dió un vuelto al otro cliente y se dirigió a mí: “¿Sí? ¿Qué se va a servir?”

No tenía mucha variedad gastronómica para ofrecerme. Luego de discutirlo brevemente, conseguí que me preparara una milanesa con papas fritas. Mientras esperaba mi comida, me quedé solo: por la ventana del bar vi irse al otro en un pequeño autito rojo, y perderse bajo la lluvia.

El pedido no se hizo esperar demasiado. Mientras comía, el televisor mostraba sobre una placa rojo sangre la palabra “Urgente”. Los investigadores habían entregado a la prensa una fotografía de Diego Mendoza, el asesino prófugo, y la mostraban por TV.

Su cara me resultaba familiar: ojos saltones, nariz aguileña y mentón en punta. De pronto, lo recordé: el cliente solitario. Sí, el que tomaba café allí un rato antes, solo, a escasos diez metros de mi mesa. "No. No puede ser. Este era más morocho. No, no era él. ¿O sí? No, seguro que no. El cansancio me hace alucinar. ¿Cómo se me ocurren esas cosas?"

La milanesa duró poco. También las papas fritas. Y en el televisor del bar habían sacado el noticiero para poner a Tinelli. Pedí la cuenta.

La lluvia comenzaba a amainar. Aproveché para llegar hasta el auto. —Mejor me voy a dormir —pensé.

Llegué al motel y encontré, estacionado en el espacio destinado a la habitación número uno, el pequeño autito rojo.

Revisé mis bolsillos. En el de la camisa encontré el llavero de plástico, con una llave y un número: el dos.

Entré a mi habitación; cerré la puerta y le di dos vueltas de llave. La lluvia había cesado casi por completo. A lo lejos, se oía la sirena de un automóvil policial.

Casi no pude dormir. Trataba de reconstruir mentalmente la imagen del cliente solitario en el restaurant, que tomaba café acodado en la barra. Me pareció recordar que evitaba mirarme. ¿Tendría miedo a ser reconocido? ¿O fue sólo mi imaginación?

Lo cierto es que él, sea quien sea, estaba en ese preciso momento en la habitación contigua a la mía. Intenté escuchar algo, pero sólo percibía los ruidos de la ruta: el zumbido leve de los autos al pasar; el motor de los camiones, que hacían temblar el suelo; algunas voces, probablemente de otro huésped... no mucho más. Finalmente, me dormí.

A la mañana siguiente, no sabía dónde estaba. Siempre tengo esa sensación cuando viajo. Dura unos segundos. Medio minuto, a lo sumo. Luego, todo regresa: General Acha, el asesino prófugo, el tipo del restaurant... Me acerqué a la ventana y espié a través de la cortina: el autito rojo se había ido.

En la recepción del motel encontré otro encargado, tan malhumorado como el de la noche. —Ya pasó la hora del desayuno— me escupió al verme. —¿Pero, cómo? ¿Qué hora es? —Van a ser las once.

Busqué con la mirada la estación de servicio. De día, las cosas se ven de otra forma: los escasos doscientos metros que separaban ambos lugares se habían convertido en un sendero de tierra húmeda, protegido por eucaliptos. Decidí caminar.

En el restaurant, me recibió el mozo de la noche anterior.

—¿Cómo le va, don? ¿No se enteró?

—¿De qué?

—Anoche, ni bien se fue usted, llegó la policía. Venían siguiendo el rastro de un delincuente.

—Sí, lo vi en las noticias... el psicópata asesino.

—No. ¿Qué psicópata? Es un estafador. Un tipo que va por los pueblos engañando a la gente. Les hace creer que es hijo de Richter. ¿Usted sabe quién es Richter?

—No, la verdad que no.

—Yo me enteré anoche. Era un alemán que, en los años cincuenta, le vendió a Perón el cuento de que podía generar energía barata. “Fusión nuclear”, le decía, o algo así. Le hizo creer que iba a repartir la energía en envases como botellas de leche.

—¿Y el viejo le creyó?

—Sí. Es más: le dio una isla, cerca de Bariloche, y un montón de plata para construir una central atómica. El tipo estuvo unos años trabajando ahí, hasta que se supo que era un engaño y terminaron echándolo a patadas.

—Y desde entonces lo están buscando.

—¡No, ése ya se murió hace tiempo! Al que buscan es al hijo. Bueno... a uno que dice ser el hijo. El tipo cuenta que su padre, después de dejar la isla, siguió trabajando en secreto hasta que al final pudo fabricar las botellas de energía. Y éste va por los pueblos vendiendo la máquina que dice que inventó el padre. Es muy simple: se enchufa en la corriente y se le conecta la energía, que es un tubo de metal que él llama electrobots, o algo así. Y listo, con eso no se paga más electricidad. 

—¿Y funciona?

—Funciona un par de horas, pero cuando deja de funcionar, el tipo ya levantó vuelo y no lo encuentran más. Me contaron los policías que aquí cerca, en Macachín, a un estanciero le sacó una fortuna con esa porquería, y por Bahía Blanca también enganchó a unos cuantos. Los canas me preguntaron si yo había escuchado esa historia por aquí, pero como les dije que no tenía noticias, siguieron camino.

—¡Pero mire usted! ¡Qué increíble! Hay gente que se cree cualquier cosa.

—Y,... sí. ¡Hasta al Viejo lo estafaron! En fin... ¿qué se va a servir, don?

Tomé un café con leche con medialunas, en la mesa que daba a la ventana. Desde allí veía la ruta, que a esta altura del día ya estaba bastante cargada de tránsito.

De vuelta en el motel, subí la valija al auto y seguí viaje.

El sol se reflejaba en el pavimento, produciendo reflejos a la distancia. Como si fuera agua, pero no. Me gusta pensar que, en algún punto del camino, comienza un oasis. ¿A quién no le gusta creer eso? Pero el oasis no llega nunca. La ruta es un engaño permanente.

Me sentía cansado. Cansado de la ruta, de los moteles, de hablar con desconocidos.

Mientras oía el tintinear de las electrobots que venía del baúl, decidí que, por el momento, lo mejor sería tomarme unas vacaciones.

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