Fue un
fin de semana largo, hace muchos años. Creo que era el Día de la Bandera. Andrea, la
chica de la facultad, con la que yo había salido un tiempo antes, me dijo: “Mis
papás tienen un departamento en Mar del Plata. ¿Vamos?”. Un lindo fin de semana
largo de invierno.
Pocas
cosas recuerdo de aquel viaje. Recuerdo que llovió los tres días, pero que no
nos importó. Recuerdo que hubo un partido de la Selección, un partido que no vi.
Y también recuerdo aquel bar, frente a la playa. Se llamaba Amarras. Un lugar desolado, donde el
único parroquiano además de nosotros era un gordo de barba, con aspecto de
“viejo lobo de mar”. Vaso de tinto en la mano, desde un rincón, miraba el horizonte
a través de un ojo de buey.
El Amarras parecía un bar de pescadores. En
sus paredes habían colgado todo tipo de elementos marinos: redes, sogas,
salvavidas, y hasta un viejo arpón oxidado. En el fondo, detrás de la barra, cuatro
o cinco fotos enmarcadas, con un personaje en común: un tipo algo mayor que yo,
que aparecía sonriente. En todas, estaba acompañado por algún famoso: un actor
de teatro, un músico de rock y un par más a los que yo no conocía.
Un
poco más alejado, un cuadrito mostraba un billete con una extraña inscripción.
¿Quién
no ha visto alguna vez, anotado
en un billete, algún anuncio al estilo de “No corte la cadena, le traerá
suerte. Haga 3 copias.”? Todos los conocemos. Sin embargo, éste era atípico, porque
estaba escrito en un idioma extranjero. ¿Árabe? ¿Chino? ¿Japonés?
No sabría decirlo.
Movido
por la curiosidad, consulté al encargado.
—No
tengo idea qué dice— me contestó. —Un extranjero que parecía hindú nos pagó con
ese billete, y el dueño decidió guardarlo como amuleto. Es una fotocopia, el
original lo lleva siempre con él. Dice que le da suerte.
—¿Es
aquél?— pregunté, señalando al “viejo lobo de mar”.
—¡Aquél!
No, amigo... ¡por favor! Ése es un viejo borracho. El dueño se fue a vivir a
Buenos Aires hace tiempo.
Cuando volví la vista hacia Andrea, noté que me suplicaba con la mirada. Me suplicaba que olvidara esa
conversación, el billete, los símbolos extraños y que volviera a ella. Pagué y
nos fuimos al departamento de sus papás. Del resto de aquel viaje no recuerdo
mucho... y lo que sí recuerdo, no viene a cuento en esta historia.
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Varios
años después, quedé en encontrarme una mañana con el director de una editorial,
a quien me habían presentado días antes. La cita era en su oficina: Florida y Viamonte.
“Venite el lunes a las nueve”, me dijo.
Desacostumbrado a moverme en el microcentro porteño, decidí salir con antelación.
Prefería llegar temprano y esperar en un café, antes que quedar mal con el tipo.
Faltaban treinta minutos para las nueve y yo ya estaba frente a la oficina.
A
pocos metros, un bar muy elegante. Se llamaba Amarras.
Entré. Era, sin dudas, sucursal de aquel barcito marplatense: el mismo
estilo, el mismo decorado náutico. Por un instante, volví a Mar del Plata. Volví
a Andrea. ¿Qué habrá sido de ella? ¡Mozo!
Un cortado, por favor.
Sobre las paredes, los mismos cuadros, con fotos del dueño rodeado de
famosos. Había más que en el bar de la playa: por lo menos quince o veinte
fotos, algunas dedicadas de puño y letra. “A Horacio, con el mayor afecto”, y
cosas por el estilo. Se lo veía un poco mayor, y ya no sonreía tanto. Me
sorprendí al ver, también aquí, el viejo billete, fotocopiado a colores y
enmarcado en negro.
Otra vez, la misma duda. ¿Qué diría la misteriosa inscripción? —La
verdad que no sé— me dijo el mozo. —Eso lo puso ahí el dueño, pero nunca le
presté atención. Él hace rato que no aparece, creo que está viviendo en Miami,
o por allá.
No hace mucho, invitado por la embajada argentina en los Estados Unidos, tuve la oportunidad de viajar a Nueva York. Nunca había estado allí y, supongo que como todos los que vamos por primera vez, hice las cosas previsibles: visitar la Estatua de la Libertad, el Rockefeller Center, subir a lo más alto del Empire State...
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No hace mucho, invitado por la embajada argentina en los Estados Unidos, tuve la oportunidad de viajar a Nueva York. Nunca había estado allí y, supongo que como todos los que vamos por primera vez, hice las cosas previsibles: visitar la Estatua de la Libertad, el Rockefeller Center, subir a lo más alto del Empire State...
Una tarde, mientras
recorría el Central Park a pie, descubrí que estaba a escasos doscientos metros
del Museo Guggenheim. Sin dudarlo, me acerqué hasta el límite del parque, sobre
la Quinta Avenida, decidido a conocerlo.
Estaba
esperando que el semáforo me diera paso cuando leo, sobre la calle transversal
(la 88, si mal no recuerdo), un cartel luminoso que decía “Amarras”. ¿Puede
ser?— pensé —¿Aquí,
en Manhattan? —En cuanto pude, crucé la calle, esquivé la mole
cilíndrica y avancé unos pocos pasos. Pocos pero suficientes para ver, espiando
por el ventanal, un enorme mural de fotos enmarcadas. Entré y pedí un café.
Una
pared iluminada mostraba un inmenso mapa del mundo, en el cual se indicaban
todas las sucursales: en ambas costas de los Estados Unidos, en Europa, algunas
en Asia... y hasta una en Casablanca. Evidentemente, Horacio era bueno para los
negocios.
Y por lo visto, había hecho muchos amigos: el mural estaba sobrepasado
en su capacidad. Observé sorprendido las fotos de Horacio, ya un poco canoso,
con Woody Allen, De Niro, Brad y Angelina. Muchos amigos, y muy famosos.
Como en las otras sucursales, a un costado de las fotos, el cuadrito con
la copia del billete misteriosamente escrito. El enigma silencioso. De más está
decir que tampoco aquí los mozos conocían su significado.
—Puedes preguntárselo a
Horacio cuando venga— me dijo uno de ellos, con acento cubano.
—¿Pero, cómo? ¿Él vive
aquí?
—Sí, claro. Sólo que
ahora se ha tomado un mes de vacaciones.
En ese
momento comprendí que tampoco esta vez iba a develar el acertijo del billete. Es
más: algo me decía que nunca iba a develarlo. De todas maneras, eso ya no me
importaba. Era sólo una curiosidad irresuelta. Una más.
En cambio,
ese billete enmarcado me recordaba mucho a Andrea, a aquel fin de semana largo
de hace muchos años. Juré buscarla ni bien regresara al país.
No me fue difícil hallarla: su nombre figura en la guía telefónica, y aún vive en casa de sus padres, en la calle Arregui. El bar en el que la espero no se llama Amarras, sino El Grillo, donde nos veíamos cuando salíamos. Elegí la misma mesa que entonces.
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No me fue difícil hallarla: su nombre figura en la guía telefónica, y aún vive en casa de sus padres, en la calle Arregui. El bar en el que la espero no se llama Amarras, sino El Grillo, donde nos veíamos cuando salíamos. Elegí la misma mesa que entonces.
Durante la
espera, leí el diario. “El famoso
empresario argentino Horacio Roberti, dueño de la cadena “Amarras”, falleció
hoy en la India. Roberti fue arrastrado
por las aguas del Ganges mientras intentaba rescatar a una mujer que se
ahogaba. Su cuerpo fue recuperado horas más tarde. Entre sus ropas, hallaron
algo que llama la atención de los investigadores: un billete argentino, con una
rara inscripción.”
Hace más de una hora que espero. Sé que ya no vendrá. Sólo me resta resignarme a olvidar. ¡Mozo! La cuenta, por favor.
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Hace más de una hora que espero. Sé que ya no vendrá. Sólo me resta resignarme a olvidar. ¡Mozo! La cuenta, por favor.
Otra vez hay
inflación. Como hace tiempo, como hace más tiempo. Pedí un café, pagué con veinte
pesos y sólo me dan un billete de dos pesos de vuelto.
Un viejo
billete, con una leyenda manuscrita.
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