martes, 8 de abril de 2014

No corte la cadena


Fue un fin de semana largo, hace muchos años. Creo que era el Día de la Bandera. Andrea, la chica de la facultad, con la que yo había salido un tiempo antes, me dijo: “Mis papás tienen un departamento en Mar del Plata. ¿Vamos?”. Un lindo fin de semana largo de invierno.

Pocas cosas recuerdo de aquel viaje. Recuerdo que llovió los tres días, pero que no nos importó. Recuerdo que hubo un partido de la Selección, un partido que no vi. Y también recuerdo aquel bar, frente a la playa. Se llamaba Amarras. Un lugar desolado, donde el único parroquiano además de nosotros era un gordo de barba, con aspecto de “viejo lobo de mar”. Vaso de tinto en la mano, desde un rincón, miraba el horizonte a través de un ojo de buey.

El Amarras parecía un bar de pescadores. En sus paredes habían colgado todo tipo de elementos marinos: redes, sogas, salvavidas, y hasta un viejo arpón oxidado. En el fondo, detrás de la barra, cuatro o cinco fotos enmarcadas, con un personaje en común: un tipo algo mayor que yo, que aparecía sonriente. En todas, estaba acompañado por algún famoso: un actor de teatro, un músico de rock y un par más a los que yo no conocía.

Un poco más alejado, un cuadrito mostraba un billete con una extraña inscripción.

¿Quién no ha visto alguna vez, anotado en un billete, algún anuncio al estilo de “No corte la cadena, le traerá suerte. Haga 3 copias.”? Todos los conocemos. Sin embargo, éste era atípico, porque estaba escrito en un idioma extranjero. ¿Árabe? ¿Chino? ¿Japonés? No sabría decirlo.

Movido por la curiosidad, consulté al encargado.

—No tengo idea qué dice— me contestó. —Un extranjero que parecía hindú nos pagó con ese billete, y el dueño decidió guardarlo como amuleto. Es una fotocopia, el original lo lleva siempre con él. Dice que le da suerte.

—¿Es aquél?— pregunté, señalando al “viejo lobo de mar”.

—¡Aquél! No, amigo... ¡por favor! Ése es un viejo borracho. El dueño se fue a vivir a Buenos Aires hace tiempo.

Cuando volví la vista hacia Andrea, noté que me suplicaba con la mirada. Me suplicaba que olvidara esa conversación, el billete, los símbolos extraños y que volviera a ella. Pagué y nos fuimos al departamento de sus papás. Del resto de aquel viaje no recuerdo mucho... y lo que sí recuerdo, no viene a cuento en esta historia.

¤ ¤ ¤
Varios años después, quedé en encontrarme una mañana con el director de una editorial, a quien me habían presentado días antes. La cita era en su oficina: Florida y Viamonte. “Venite el lunes a las nueve”, me dijo. Desacostumbrado a moverme en el microcentro porteño, decidí salir con antelación. Prefería llegar temprano y esperar en un café, antes que quedar mal con el tipo. Faltaban treinta minutos para las nueve y yo ya estaba frente a la oficina.
A pocos metros, un bar muy elegante. Se llamaba Amarras.
Entré. Era, sin dudas, sucursal de aquel barcito marplatense: el mismo estilo, el mismo decorado náutico. Por un instante, volví a Mar del Plata. Volví a Andrea. ¿Qué habrá sido de ella? ¡Mozo! Un cortado, por favor.

Sobre las paredes, los mismos cuadros, con fotos del dueño rodeado de famosos. Había más que en el bar de la playa: por lo menos quince o veinte fotos, algunas dedicadas de puño y letra. “A Horacio, con el mayor afecto”, y cosas por el estilo. Se lo veía un poco mayor, y ya no sonreía tanto. Me sorprendí al ver, también aquí, el viejo billete, fotocopiado a colores y enmarcado en negro.

Otra vez, la misma duda. ¿Qué diría la misteriosa inscripción? —La verdad que no sé— me dijo el mozo. —Eso lo puso ahí el dueño, pero nunca le presté atención. Él hace rato que no aparece, creo que está viviendo en Miami, o por allá.

¤ ¤ ¤

No hace mucho, invitado por la embajada argentina en los Estados Unidos, tuve la oportunidad de viajar a Nueva York. Nunca había estado allí y, supongo que como todos los que vamos por primera vez, hice las cosas previsibles: visitar la Estatua de la Libertad, el Rockefeller Center, subir a lo más alto del Empire State...

Una tarde, mientras recorría el Central Park a pie, descubrí que estaba a escasos doscientos metros del Museo Guggenheim. Sin dudarlo, me acerqué hasta el límite del parque, sobre la Quinta Avenida, decidido a conocerlo.

Estaba esperando que el semáforo me diera paso cuando leo, sobre la calle transversal (la 88, si mal no recuerdo), un cartel luminoso que decía “Amarras”. ¿Puede ser?— pensé —¿Aquí, en Manhattan? —En cuanto pude, crucé la calle, esquivé la mole cilíndrica y avancé unos pocos pasos. Pocos pero suficientes para ver, espiando por el ventanal, un enorme mural de fotos enmarcadas. Entré y pedí un café.

Una pared iluminada mostraba un inmenso mapa del mundo, en el cual se indicaban todas las sucursales: en ambas costas de los Estados Unidos, en Europa, algunas en Asia... y hasta una en Casablanca. Evidentemente, Horacio era bueno para los negocios.

Y por lo visto, había hecho muchos amigos: el mural estaba sobrepasado en su capacidad. Observé sorprendido las fotos de Horacio, ya un poco canoso, con Woody Allen, De Niro, Brad y Angelina. Muchos amigos, y muy famosos.

Como en las otras sucursales, a un costado de las fotos, el cuadrito con la copia del billete misteriosamente escrito. El enigma silencioso. De más está decir que tampoco aquí los mozos conocían su significado.

Puedes preguntárselo a Horacio cuando venga— me dijo uno de ellos, con acento cubano.

¿Pero, cómo? ¿Él vive aquí?
 
Sí, claro. Sólo que ahora se ha tomado un mes de vacaciones.

En ese momento comprendí que tampoco esta vez iba a develar el acertijo del billete. Es más: algo me decía que nunca iba a develarlo. De todas maneras, eso ya no me importaba. Era sólo una curiosidad irresuelta. Una más.

En cambio, ese billete enmarcado me recordaba mucho a Andrea, a aquel fin de semana largo de hace muchos años. Juré buscarla ni bien regresara al país.

¤ ¤ ¤

No me fue difícil hallarla: su nombre figura en la guía telefónica, y aún vive en casa de sus padres, en la calle Arregui. El bar en el que la espero no se llama Amarras, sino El Grillo, donde nos veíamos cuando salíamos. Elegí la misma mesa que entonces.

Durante la espera, leí el diario. “El famoso empresario argentino Horacio Roberti, dueño de la cadena “Amarras”, falleció hoy en la India. Roberti fue arrastrado por las aguas del Ganges mientras intentaba rescatar a una mujer que se ahogaba. Su cuerpo fue recuperado horas más tarde. Entre sus ropas, hallaron algo que llama la atención de los investigadores: un billete argentino, con una rara inscripción.”

¤ ¤ ¤

Hace más de una hora que espero. Sé que ya no vendrá. Sólo me resta resignarme a olvidar. ¡Mozo! La cuenta, por favor.

Otra vez hay inflación. Como hace tiempo, como hace más tiempo. Pedí un café, pagué con veinte pesos y sólo me dan un billete de dos pesos de vuelto.

Un viejo billete, con una leyenda manuscrita.

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