viernes, 11 de abril de 2014

Una noche inolvidable



Los primeros destellos del sol no lograron interrumpir mi sueño. Recién cuando comenzaron a bajar a la playa algunos turistas con sus sombrillas y sus carpas, sus hijos gritones, jugadores de futebol, y sus radios a todo volumen, me desperté y comprendí que había pasado la noche allí, durmiendo sobre la arena.

No podía recordar nada de lo sucedido. “¿Cómo fue que terminé aquí, tirado entre los médanos?” Miré a mi alrededor: las botellas vacías que me rodeaban comenzaban a darme alguna pista. “Cachaça Capoeira”, decía una en la etiqueta. “El alcohol me está matando.”

Arena entre la ropa. Arena en los zapatos. Arena en mi cara, en mi nariz, en mi boca. Arena por todos lados. Odio la arena. Pero no podía quitármela. Apenas podía moverme: resaca atroz. Un perro vagabundo se me acercó y comenzó a olerme ahí abajo. “Sólo ésto me faltaba”. Cuando finalmente pude ponerme de pie, observé el cartel de la entrada: “Brahma - Parador 42”. ¡Cuarenta y dos! Mi cabaña (o, mejor dicho, la cabaña que había alquilado ese año) estaba frente al parador 5. Eso significa que caminé varios kilómetros a orillas del mar, llevando conmigo todas estas botellas,... ¡y no recordaba nada!

No estaba en condiciones de volverme a pie. Pensé en hacer dedo. “¿Quién me va a llevar en este estado? Tendría que estar loco”. Busqué mi billetera. Quizás pudiera pedir un taxi desde el parador. No la encontré: tal vez la dejé en la cabaña, la perdí, o me la robaron. Revisé una vez más y algo insólito, inesperado, apareció en el bolsillo de mi camisa: una fotografía polaroid, tomada en la barra de un bar. En ella, una garota bronceada, de ojos claros, levantaba una copa de champagne mientras miraba a la cámara, sonriente, desafiante. “¡Quién es esta belleza!”. En el dorso, una dedicatoria escrita a mano: “Brinde a uma noite inesquecível. Rosinha.”

Tomo alcohol desde que tengo memoria. Desde que salía con los chicos de la cuadra, allá en Saavedra, y nos íbamos a jugar al pool a Cutter’s. Los otros eran grandes, pero yo tendría trece o catorce en aquella época. A ellos les vendían, porque eran mayores. Pedían cerveza, o Gancia con limón, y me convidaban a mí. “¡Un traguito, eh! ¡No te zarpes!”, me decían. Yo, a veces, tomaba un traguito, casi siempre un poco más. Luego vinieron las noches de disco, en los boliches de Libertador. Un gin-tonic o un whiscola, y me sentía John Travolta. Después, los asados en casas de amigos, con vermouth y vino tinto. Pero nunca terminé borracho. Al menos, no demasiado. Apenas un poco alegre, un poco suelto, un poco estúpido. Nada que no se arregle con unas horas de sueño y un antiácido. Nunca, hasta aquella noche.

Volví a la polaroid, a observar detenidamente a la garota. Rosinha. Diosa tropical. No me resultaba familiar ni su cara ni su nombre y, sin embargo, por lo que ella decía, pasamos la noche juntos. O, al menos, una parte de la noche, porque no amaneció a mi lado. Tenía que encontrarla. Tenía que volver a pasar con ella una noche inolvidable, pero una que pueda recordar. Al fondo de la foto se veía una publicidad luminosa, apoyada sobre la pared de madera del bar, en enormes letras rojas de neón: SKOL. A un costado, el barman preparaba un trago. Detrás de él, por una ventana, se veía el reflejo de la luna en el mar. Sobre la barra, algunos cocos apilados. Observé la imagen hasta el cansancio, dentro de lo que me permitía mi pobre visión sin anteojos. Estudié cada detalle, buscando en cada reflejo, en cada sombra. Algo, lo que sea, que me permita identificar el bar. Pero no había nada: era como cualquier bar, de cualquier parador, de cualquier playa en esta ciudad, y estoy hablando de una ciudad de muchos bares y muchas playas.

De pronto, se me encendió una luz: tal vez estuvimos en este mismo parador. Tal vez estuve con ella aquí, tal vez hicimos el amor sobre esta misma arena, ocultos detrás de esa palmera. Tal vez, el bar de la foto sea aquél, a unos pocos metros de aquí... ¿Cómo no lo pensé antes?

Corrí en dirección al bar. Al entrar, noté que todos me miraban, seguramente extrañados por mi urgencia. Para mi desazón, era un lugar elegante, moderno, con decorado minimalista, totalmente en blanco y verde agua. Nada más opuesto a aquella cabaña tropical de la foto, los cocos, las luces, la garota...

Me acerqué al encargado, que me miraba con fastidio. Le pregunté, mostrándole la foto, en mi portugués lastimoso: “¿Onde é? ¿Conhece?. No conseguí más respuesta que un parloteo confuso, y un gesto inconfundible: me señalaba la puerta de salida. Otra vez afuera, comencé a buscar en los alrededores. ¿Sería en el parador 43? ¿O en el 41? Alternativamente, caminé por la playa hacia el norte y hacia el sur, buscando ese bar y esa mujer. Repetía mi interrogatorio en cada lugar al que entraba, sin resultados. Nadie conocía el bar. Nadie conocía a Rosinha.

Llegó el mediodía y el sol se ocultó. Unas nubes de tormenta se acercaban a la costa desde el mar. De a poco, los turistas fueron abandonando la playa, buscando refugio. Mientras tanto, yo, que había llegado hasta el parador 35, opté por seguir hacia el sur. Entraba en todos los bares. Muchos de ellos se asemejaban en algo al de la foto, pero ninguno era el de la “noite inesquecível”

Los paradores 28 y el 27 estaban muy lejos entre sí: los separaba un ancho canal, que sólo se podía cruzar por un puente levadizo. No recordaba haber estado allí antes, ni en mis sueños.

Al llegar al 22 comenzó a llover. Al principio eran unas gotas aisladas, pesadas, que caían en la arena dejando huella. Luego, de a poco, la llovizna se transformó en aguacero. La lluvia torrencial y el viento sacudían las palmeras de la playa, que flameaban como banderas. En todos mis años por aquel lugar, jamás había visto llover de esa forma.

Mientras tanto, yo seguía buscando. En el parador 18 encontré un mozo que me dijo haber visto a Rosinha por allí. Le parecía recordar que era una dançarina de samba, pero no estaba  seguro. Al menos, eso le entendí. No le creí. Seguí viaje.

La tarde se iba diluyendo lentamente, y las playas, otrora llenas de turistas, aparecían ahora desiertas, por culpa del mal tiempo. Algunos de los bares habían decidido cerrar más temprano de lo habitual, por falta de público. Cuando por fin alcancé el parador cinco (que luego de quince días de veraneo conocía bastante bien) decidí llegar hasta el final: el parador cero, al que los lugareños llamaban “O fim do Mundo”, que se encontraba casi a un kilómetro. El cansancio y el clima inhóspito me habían hecho perder las esperanzas casi por completo, pero no podía abandonar faltando tan poco.

Fue inútil: ningún indicio de aquel bar con cocos sobre la barra, ningún indicio de Rosinha.

Regresé a mi cabaña. Desmoralizado, me acosté sin quitarme la ropa. No tenía ánimo siquiera de procurarme algo de comida para la cena. Repasé mentalmente los lugares en los que había estado, la gente con la que había hablado... Antes de darme cuenta, me había vencido el sueño. Esa noche, que era la última de mis vacaciones, dormí más profundamente que nunca.

Los días siguientes se sucedieron sin tregua. Apenas unas horas más tarde estaba sobre un ómnibus, atravesando la Rodovia 290 a toda velocidad, con destino a Buenos Aires, en un viaje agotador. Y, casi sin anestesia, la vuelta a la gris monotonía de la oficina.

Sobre mi escritorio, oculta detrás del cartel plástico que dice “Clientes Corporativos”, todavía conservo aquella foto. La foto de Rosinha y de la “noche inolvidable” que ya nunca podré recordar.




1 comentario:

matias busch dijo...

me alegro de que sigas buscando a Rosinha, si la encontrás avisa por estos lados!