sábado, 14 de junio de 2014

Coincidencias



En la esquina había un bar.

Sergio, sentado frente a la ventana, tomaba café mientras la esperaba. "Si puedo, voy", le había dicho ella por el chat, "pero no te prometo nada, no sé a qué hora se va mi marido”. Ya llevaba casi una hora esperando.

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Al lado del bar, una casa con un cartelito en la puerta: “Los Varela”.

La Sra. Varela había llegado hasta el auto, en el garage de su casa, para darse cuenta recién allí de que éste no tenía la llave puesta.

 “¿Alguien sabe dónde están las llaves del auto?” gritaba ahora, desde la cocina. Sus hijos, encerrados en la habitación, no contestaban. Tal vez dormían, o tal vez escuchaban música a todo volumen, con los auriculares puestos.

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Tres casas más allá, un local comercial: “Cibeles - Objetos de Arte y Muebles Antiguos”.

Mauro y Andrea se habían ido a vivir juntos un mes atrás. Alquilaron un departamento a unas cuadras de allí. Una tarde, cuando Andrea volvía de trabajar, pasó por el negocio de antigüedades, vio una alfombra en la vidriera y pensó que quedaría muy bien en el living de su casa. “Hace juego con el tapizado del sofá, y no es muy cara”, le había dicho a Mauro.

Esa mañana, sin decirle nada a Andrea, Mauro fue a comprar la alfombra. La vendedora la enrolló cuidadosamente y la ató con rafia, convirtiéndola en un cilindro casi de su altura. Al ver lo que pesaba, le aconsejó a Mauro que tomara un taxi. “Yo te lo llamo”, le dijo. ”Tengo el teléfono por aquí. Enseguida vienen”.

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”Ya no va a venir”. Las esperanzas de Sergio se iban enfriando de a poco, como el café en el pocillo. Por momentos, intentaba recuperar algo de la ilusión perdida: “A lo mejor, el marido se fue a laburar un rato más tarde. Ella dijo que era profesor, o algo así”.

En el televisor del bar transmitían el Mundial. Japón - Grecia. “Me quedo hasta que termine este partido. Si no viene, me voy”.

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“Si no me voy ya mismo, llego tarde”, pensaba la Sra. Varela, mientras buscaba la llave de su auto debajo de la mesita de luz. “¡Encima, hoy tengo la reunión con los de Techint y quería llegar más temprano!”.

“¡Acá está, mamá! ¡Estaba al lado de la heladera! ¿Cómo no la ves?”, la retó Candela, su hija menor, mostrándole la llave perdida.

“Por favor, Cande, yo saco el auto y vos cerrame el portón del garage. Me tengo que ir volando. ¡No sabés el tráfico que hay a esta hora!”

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”Me dicen que hay mucho tráfico, no van a poder venir”, se excusó la vendedora.

Mauro era un tipo práctico: tomó el rollo de alfombra con ambas manos y se lo cargó al hombro. “No te preocupes, me lo llevo así. Gracias.” dijo, y salió a la calle.

“¿Para qué necesito un taxi, si estoy acá nomás? En cinco minutos llego...”

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Faltaban cinco minutos para que termine el partido, y ella no llegaba.

“Nunca más arreglo para verme con una mina del chat”, pensaba Sergio, acodado en la mesa del bar.

Pasaron los cinco minutos. Pasó el tiempo de descuento y la pitada final. Pasaron los reportajes a las figuras y el sesudo análisis de los comentaristas. Pasó la repetición de los goles. Al final, preguntó al mozo cuánto debía por el café, pagó y salió a la calle, en el momento justo.

Justo para ver cuando, en la casa de al lado, la Sra. Varela salía del garage en su auto, a toda prisa, llamando por celular a la oficina. “¡Esperenmé! ¡Ya estoy llegando!”

Justo cuando pasaba Mauro por delante de la casa, con su visión limitada por el rollo de alfombra que llevaba a cuestas, imaginando la sorpresa que se iba a llevar Andrea cuando la viera puesta en el living.
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Nuestras vidas son hilado. Todos los días, muy temprano, alguien a quien no conozco teje los hilos para que nos sucedan cosas. Solemos llamar “coincidencias” al cruce de estos hilos.

Hay días en que el Hilandero nos regala un hermoso atardecer. O nos permite encontrarnos con un ser querido. O redescubrir aquella vieja carta de amor que había quedado olvidada en un cajón.

Otros días, en cambio, nos somete al dolor y al espanto. Nos pone de rodillas y nos azota, sin explicarnos por qué. Creo (aunque no estoy seguro) que es para que no olvidemos que es él quien tiene el poder. El verdadero Poder.

Hasta que un día decide que ya no va a sucedernos nada más. Es el último día.

Que nuestros días brillantes nos den la luz que nos permita atravesar la oscuridad de los días aciagos.

sábado, 31 de mayo de 2014

El patio de los secretos

Guido vivía en una pensión, sobre la calle Cangallo. Lo conocí a fines de los setenta. Alquilaba una pieza, una de las del fondo, de las mejores. Allí estaban todas sus pertenencias, su mundo: un armario, en el que guardaba la poca ropa que tenía, su cama, que había comprado en cuotas en una mueblería en la Avenida Belgrano... no mucho más que eso. Una pieza mínima: ni baño privado tenía. El baño, que daba al patio común, debía compartirlo con otros tres inquilinos.

Había que ver el frío que hacía, en las madrugadas de invierno, cuando Guido se levantaba, a eso de las seis, bien temprano, para llegar al baño antes que los otros. Se lavaba como podía (a veces no había agua caliente), se afeitaba, se vestía. Después tomaba unos mates y salía a trabajar, en el Correo Central, de ocho a cinco de la tarde.
 

Un lunes, cuando llegaba del trabajo, la conoció.

Gladys también era inquilina de aquella pensión. Una joven muy bonita, de piel oscura, cabellos como carbón y enormes ojos. Era algo menor que él: no tendría más de veinticuatro años. Había llegado a Buenos Aires quince días atrás, a buscar trabajo. Por intermedio de una amiga, nacida en su mismo pueblo, consiguió una pieza en la planta alta. No era muy cómoda, pero ella no tenía dinero para lujos. Igual que Guido, compartía el baño con otras inquilinas, unas gitanas a las que prefería no cruzarse.
 

Para llegar a su pieza tenía que subir una escalera larga y angosta que desembocaba en un pasillo. Éste unía todas las habitaciones del piso superior, balconeando hacia el patio de la planta baja. En ese lugar pasaban las horas las gitanas, asomadas por la baranda del pasillo, curioseando a los tipos que entraban a la pensión y cotorreando entre ellas.
 

El patio no era, como podría pensarse, sólo un lugar de paso: por las noches, se convertía en el punto de reunión de los pensionistas, especialmente de los más jóvenes, que se encontraban allí para salir. Comenzaban a juntarse de a poco. El rumor de las voces y las risas, iba in crescendo hasta que, en un momento dado, salían en grupo, tal vez hacia algún boliche, o algún bar del centro. De pronto, la pensión quedaba otra vez en silencio, solamente interrumpido por el llanto de algún bebé, o algún bocinazo que llegaba de la calle.
 

Pero esa tarde, cuando Guido llegó del trabajo, en el patio no había jóvenes alborotados, ni bebés llorando por comida. Sentada en el último peldaño de la escalera interminable, estaba Gladys. Cuando la miró a los ojos, notó que tenía un dejo de melancolía en la mirada, como si hubiera estado llorando. “Buenas tardes”, la saludó, a lo que ella respondió con una sonrisa triste. Prefirió no decir nada más, tal vez para no incomodarla. Ya habría oportunidad de conocerla.
 

La oportunidad se presentó al día siguiente. Esta vez, fue ella quien tomó la iniciativa, saludándolo con una sonrisa. Esa tarde conversaron por primera vez. Se conocieron, se gustaron. Guido supo que ella había conseguido un trabajo en un locutorio a tres cuadras de la pensión, en el turno noche, pero que no estaba nada conforme: el sueldo era muy bajo, y además no le gustaba trabajar en ese horario. La conversación concluyó obligadamente cuando llegó, para Gladys, la hora de ir a trabajar.

Sin embargo, el encuentro entre Gladys y Guido comenzó a repetirse todas las tardes. Él llegaba y la encontraba a ella, esperándolo. Al principio, sólo compartían esos pocos minutos de patio, entre las obligaciones de uno y de la otra. Guido hubiera querido invitarla a su pieza, aunque más no sea para evitar el curioseo descarado de las gitanas, pero la casera, una gallega fastidiosa, les tenía prohibido a los inquilinos ese tipo de visitas. “Si os pesco, os pondré de patitas en la calle”, les advertía a los pensionistas en cuanto ingresaban.
 

Luego vinieron los fines de semana, las salidas al cine, los paseos por el Rosedal, donde se besaron por primera vez. Un poco después, comenzaron las furtivas excursiones nocturnas de Guido, que cruzaba el patio en puntas de pie, subía la interminable escalera hasta la planta alta, y caminaba sigilosamente hasta la pieza veintiuno, rezando para que la gallega no lo oiga. Al llegar, miraba hacia todos lados y abría la puerta, que siempre estaba sin llave.
 

Una noche había llegado hasta el pasillo superior cuando, entre las sombras, se le apareció una gitana gorda, que se paseaba amamantando a un bebé. Lo miró a la cara, y le soltó una sonrisa socarrona que decía: “yo sé adónde vas, y también sé a qué vas”. Él siguió su camino, bajando la mirada.
 

En la pieza veintiuno, Gladys apenas esperó a que cierre la puerta para abrazarlo. Pero en cuanto lo hizo, notó que algo le sucedía.
 

–¿Qué tenés? Estás pálido...
–Me acabo de cruzar con la gorda del fondo. ¿Vos le dijiste algo de lo nuestro?
–¿Estás loco? Yo con esas ni me hablo. ¿Por qué? ¿Te dijo algo?
–No, nada... No importa.
 

Gladys se ocupó, con besos y caricias, de que su amante olvidara pronto lo que le había sucedido. Pasaron la noche juntos, pero luego, como siempre, Guido volvió a su pieza, a escondidas, antes del amanecer, para evitar miradas indiscretas.
 

Esa mañana, cuando estaba por salir rumbo a su trabajo, Guido salió al patio y vio que, junto a la puerta de salida, estaba la gitana gorda junto a otra, muy alta y flaca, y lo miraban sonrientes. Al observarla de día, comprobó que era aún más gorda de lo que pensaba. Cuando pasó a su lado, escuchó que lo saludaba en tono burlón. “Adiós, mi novio”. Él se alejó casi corriendo, no quiso mirarla. Tal vez porque lo intimidaban esas gitanas que lo examinaban con descaro, o tal vez porque sabía que conocían un secreto que podía ponerlo “de patitas en la calle”.
 

Pasaron algunos días y Guido no volvió a saber de la gitana. Pensaba que probablemente se habría olvidado de él y que ya no lo molestaría más. Aunque, por otra parte, era muy difícil que se encontraran, ya que él salía a la calle muy temprano y regresaba a la pensión casi al entrar la noche. Sí, en cambio, había estado con Gladys: ella lo esperaba diariamente en la puerta de la pensión cuando Guido volvía de su trabajo, y él la acompañaba hasta el locutorio, caminando de la mano. Luego, casi todas las noches, el encuentro secreto en la pieza veintiuno.
 

Pero sucedió que un viernes a la madrugada, cuando Guido salía del baño, la gitana estaba en el patio, esperándolo.
 

–Algunas tanto y otras tan poco... Esta noche me toca a mí, ¿no?
 

Guido no entendía o, mejor dicho, prefería no entender.
 

–Te dejo la puerta abierta, como hace la Gladys. Mirá que te voy a estar esperando, ¿eh? –le dijo, guiñándole un ojo. Luego de eso, dio media vuelta y se fue.
 

Guido quedó petrificado. En su cabeza se amontonaban muchas preguntas sin respuesta. Indudablemente, la gorda no bromeaba: esa noche iba a esperarlo en su pieza, la pieza del fondo. “La Gorda”: ni siquiera sabía su nombre. ¿Vivía sola en esa pieza? Sola, seguro que no: la había visto con un bebé. ¿Y la flaca? ¿Viviría con ella? ¿Y qué le iba a decir a Gladys? Lo mejor sería no decirle nada...
 

Fue un día difícil para Guido. Para peor, era un tipo muy discreto y casi no tenía amigos. Alguien a quien contarle lo que le había pasado, alguien que pudiera aconsejarlo. Por momentos se olvidaba de todo, pero de pronto la imagen de la gorda guiñándole el ojo, con esa sonrisa cómplice, volvía a su cabeza. Y con ella volvían el desconcierto y la angustia.
 

“¿Y si le digo que no me siento bien? No tiene sentido. Con eso nada más estiro las cosas un poco. ¿Y si no voy nada? No, a ver si la gorda se enoja y me denuncia con la gallega. ¿Entonces qué hago?” 
Tenía unas pocas horas para decidirlo.
 

Como todas las tardes, salió del Correo Central y volvió a la pensión a pie. Caminaba más lento que lo habitual, como si quisiera posponer un poco más el momento de la decisión. Fue inútil: allí estaba la pensión, allí estaba Gladys, esperándolo, como siempre, en la puerta. Y mientras tanto, Guido pensaba que se moría.
 

–Esta noche no me esperes –improvisó. –Estoy muy cansado.
 

No era la primera noche que Guido no iba a visitarla. Sin embargo, esta vez Gladys notó algo raro en su forma de excusarse. De todos modos, aceptó. “Bueno, como quieras.”
 

Caminaron juntos por la calle, en silencio, tomados de la mano. Él la dejó en el locutorio, luego de despedirla con un beso. Regresó a la pensión, y al llegar al patio se encontró con ella, la gorda gitana, que se le acercó y le dijo al oído: “Te espero a la una, como cuando vas a ver a la Gladys”.
 

Guido creyó ver en esa invitación una amenaza: “Si no venís, cuento lo de tus visitas a la Gladys”. Tal vez lo fuera, o tal vez no. Pero lo que sí le quedó claro era que esa noche, a la una de la madrugada, él tenía que estar abriendo la puerta de la pieza del fondo. Y así fue: como tantas otras veces, cruzó el patio en puntas de pie y subió la escalera, pero como nunca hasta ahora, siguió por el largo pasillo hasta el final.
 

Al abrir la puerta, la flaca alta que había visto cuchichear con la gorda salió repentinamente, con el bebé en brazos. “Dale, pasá. Cristina está te esperando”, le dijo al salir. Caminó unos pasos y se metió en una habitación vecina.
 

Cristina (por fin, Guido sabía su nombre) lo esperaba recostada sobre la cama. En camisón le parecía aún más desagradable. “¿Querés un whisky?”
 

Este fue el comienzo de un tiempo muy difícil para Guido: con una novia que mantenía en secreto, para evitar las suspicacias de la encargada de la pensión, y otra “novia”, aún más secreta, que lo recibía en su pieza una o dos veces a la semana. Un equilibrio que iba a resultar muy difícil de sostener.
 

Muy pronto, Guido comenzó a desmejorar. El muchacho alegre y atlético que Gladys había conocido, de a poco iba perdiendo el ánimo. Lo notaba siempre cansado, desganado, ojeroso... Además, había perdido peso.
 

Entonces, sucedió lo que era de esperarse: Gladys, ante las negativas de Guido a visitarla en su cama alegando mil excusas, tuvo un mal presentimiento. Una noche se quedó despierta y, cuando escuchó ruidos en el pasillo, entreabrió la puerta de su pieza. En ese momento, Gladys entendió todo. O creyó entender.
 

Esa tarde, cuando Guido volvía del Correo, Gladys estaba esperándolo en la puerta de la pensión. Pero en lugar de un beso cálido, lo que Guido recibió fue un cachetazo, y una andanada de reproches. “¡Qué hacías con esa gorda! Dejame que te explique. No es como vos pensás.”
 

Los detalles de la acalorada discusión que mantuvieron Gladys y Guido en la puerta de la pensión no vienen al caso. Sólo diré que llegaron a un acuerdo: blanquearían su relación esa misma noche ante la gallega, y le alquilarían una pieza más grande, en la que podrían convivir. Fueron juntos a verla. Guido le preguntó cuánto costaba la pieza dos, una de las pocas con baño privado, y que se había desocupado esa misma semana. Llegaron a la conclusión de que lo que pagaban entre ambos en forma individual era prácticamente lo mismo que pagarían por la pieza grande.
 

Al día siguiente, Gladys y Guido vivían en pareja.
 

Guido se ocupó de acondicionar la nueva pieza, que el inquilino anterior había dejado totalmente destruída. Pintó paredes, arregló la persiana, cambió las canillas del baño. Gladys también ayudó: con una tela que consiguió a buen precio, hizo unas cortinas nuevas. Hasta le bordó corazoncitos. La pieza dos, que unos días antes era una cueva oscura y húmeda, se había convertido ahora en un lugar cálido y habitable. Allí vivieron en armonía, hasta que una noche...
 

Una noche, cuando Gladys regresó del locutorio, encontró a Guido durmiendo. No quiso despertarlo: parecía cansado. Sólo se desvistió y se durmió a su lado. Ella también estaba muy cansada.
 

De pronto, en medio de la noche, se sobresaltó: había tenido una pesadilla. Cuando miró a su lado, no había nadie.
 

Pensó que, tal vez, Guido hubiera ido al baño. Entreabrió la puerta, para obsevar el baño, que estaba atravesando el patio. Y lo vio. Pero Guido no estaba en el baño, sino que salía de la pieza de Cristina, la pieza del fondo.
 

Esta vez no hubo discusión. De nada sirvieron los “¡Esperá!” y los “¡Te lo puedo explicar!” de Guido. En ese mismo momento, Gladys comenzó a hacer su equipaje. Quince minutos más tarde estaba subiendo a un taxi y, luego de otros quince minutos, estaba en la Terminal de Retiro, esperando el micro que la llevaría a su pueblo natal: Rápido San José – 5:00 hs. – Plataforma 14.
 

Poco tiempo más duró aquella pensión. Apenas un par de meses más tarde la gallega decidió venderla. Los inquilinos fueron desalojados, y se les dio un plazo perentorio para que encontraran alojamiento. Una vez hecha la transferencia, el nuevo propietario encargó su demolición inmediata. Hoy, la pensión de la calle Cangallo se ha convertido en la playa de estacionamiento de la calle Teniente General Perón. No conservó ni el nombre de la calle.
 

No sé con exactitud cuál fue el destino de Guido. Sólo volví a verlo una vez. Habían pasado un par de años. Fue por Congreso, una tarde de Noviembre. Llevaba puesta una camisa de colores vivos. Me contó que había renunciado al Correo Central y que ahora se dedicaba a la compraventa de autos usados.

jueves, 8 de mayo de 2014

¿Era él?



Otra vez en la ruta. Como en una película interminable y oscura. Mi vida, de a poco, se había ido transformando en eso: apenas una triste road movie clase B. Aquella tarde de viernes volvía a mi casa desde Bariloche, luego de visitar a varios clientes. Uno de ellos, un industrial petrolero, me invitó a almorzar. No podía negarme, por lo que recién pude salir a la ruta pasadas las tres de la tarde, precisamente cuando comenzaba a lloviznar. Encendí el limpiaparabrisas.

Al llegar a Neuquén estaba muy cansado. Por un instante, pensé en hacer noche allí, en algún hotel barato de viajantes, pero las ganas de llegar a mi casa pudieron más que mi cansancio: decidí entonces cargar combustible y seguir adelante. Podría avanzar un poco más antes de parar a dormir. Empezaba a oscurecer. Prendí las luces.

Había viajado una hora más cuando comprendí mi error: el próximo lugar en el que podría detenerme y pasar la noche era General Acha, a cuatrocientos cincuenta kilómetros desde Neuquén. Iba a llegar muy tarde, tal vez a las doce. Pero ya no había vuelta atrás: no iba a desandar camino por nada del mundo. Debía seguir adelante. Aceleré.

—¿Qué me pasó? —pensaba. —Debo haber hecho este camino unas cien veces. ¿Cómo no me acordé de que este tramo es un desierto?— Puede haber sido el cansancio, o el fastidio que llevaba por haberme demorado inútilmente. La noche ya se había cerrado sobre la ruta sin iluminación, reduciendo el mundo visible a mi cuerpo, mi maletín, mi automóvil y unos pocos metros de asfalto mojado. Eso era todo. Encendí la radio.

Un noticiero contaba el caso de Diego Mendoza, un preso que se había fugado de la cárcel de Zapala días atrás, luego de haber matado a su paso a dos guardias con una faca. “Psicópata asesino”, repetía el locutor. La policía lo buscaba intensamente desde entonces. Las noticias no me interesaban. Nunca me interesaron. Apagué la radio.

La lluvia era cada vez más intensa. A lo lejos, divisé una luz. Gradualmente, la veía acercarse y convertirse en cartel indicador: “Gral. Acha – 220”. Todavía doscientos veinte kilómetros más. Es en momentos como ése cuando pienso por qué no me habré quedado en la compañía de seguros: oficina con aire acondicionado, café caliente a toda hora, salida a las cinco y llegada a casa media hora más tarde. Comenzaba a refrescar. Puse la calefacción en 22º.

Cuando finalmente llegué a General Acha, encontré un pueblo fantasma, diluído por la lluvia torrencial, que no cesaba. Sería difícil hallar donde dormir a esa hora. Afortunadamente, sobre la ruta, a unos metros de la entrada principal, alcancé a ver un cartel de chapa oxidada con una inscripción: “Motel”. Sin dudarlo, entré con el auto y lo estacioné frente a la oficina. “Aquí me quedo”, pensé. Apagué el motor.

El motel era un lugar ordinario: una larga hilera de habitaciones contiguas, cada una enfrentada con su lugar de estacionamiento, al aire libre, separados solamente por un pasillo que conducía a la oficina. Allí, el encargado del turno noche, semidormido, se hallaba recostado sobre un escritorio en penumbras. Le pedí una habitación, que me cobró por adelantado. Habiéndome asegurado cama, pensé en comer algo.

—Aquí no tenemos cocina— me dijo, malhumorado—. El único lugar en donde puede comer algo a esta hora es el restaurant de la estación de servicio. Aquella luz. ¿La ve?

Desde la ventana, en medio de la oscuridad, el cartel luminoso de la estación de servicio era la única señal de vida apreciable. Decidí ir en auto: si bien el lugar no quedaba muy lejos, era mi única posibilidad de no terminar completamente empapado.

El restaurant estaba desierto. O casi: un único cliente tomaba café en la barra, mientras miraba las noticias en un viejo televisor colgado del techo. Me senté en una mesa contra la ventana, pero nadie apareció. Recién varios minutos más tarde, salió de la cocina un viejo muy delgado, le dió un vuelto al otro cliente y se dirigió a mí: “¿Sí? ¿Qué se va a servir?”

No tenía mucha variedad gastronómica para ofrecerme. Luego de discutirlo brevemente, conseguí que me preparara una milanesa con papas fritas. Mientras esperaba mi comida, me quedé solo: por la ventana del bar vi irse al otro en un pequeño autito rojo, y perderse bajo la lluvia.

El pedido no se hizo esperar demasiado. Mientras comía, el televisor mostraba sobre una placa rojo sangre la palabra “Urgente”. Los investigadores habían entregado a la prensa una fotografía de Diego Mendoza, el asesino prófugo, y la mostraban por TV.

Su cara me resultaba familiar: ojos saltones, nariz aguileña y mentón en punta. De pronto, lo recordé: el cliente solitario. Sí, el que tomaba café allí un rato antes, solo, a escasos diez metros de mi mesa. "No. No puede ser. Este era más morocho. No, no era él. ¿O sí? No, seguro que no. El cansancio me hace alucinar. ¿Cómo se me ocurren esas cosas?"

La milanesa duró poco. También las papas fritas. Y en el televisor del bar habían sacado el noticiero para poner a Tinelli. Pedí la cuenta.

La lluvia comenzaba a amainar. Aproveché para llegar hasta el auto. —Mejor me voy a dormir —pensé.

Llegué al motel y encontré, estacionado en el espacio destinado a la habitación número uno, el pequeño autito rojo.

Revisé mis bolsillos. En el de la camisa encontré el llavero de plástico, con una llave y un número: el dos.

Entré a mi habitación; cerré la puerta y le di dos vueltas de llave. La lluvia había cesado casi por completo. A lo lejos, se oía la sirena de un automóvil policial.

Casi no pude dormir. Trataba de reconstruir mentalmente la imagen del cliente solitario en el restaurant, que tomaba café acodado en la barra. Me pareció recordar que evitaba mirarme. ¿Tendría miedo a ser reconocido? ¿O fue sólo mi imaginación?

Lo cierto es que él, sea quien sea, estaba en ese preciso momento en la habitación contigua a la mía. Intenté escuchar algo, pero sólo percibía los ruidos de la ruta: el zumbido leve de los autos al pasar; el motor de los camiones, que hacían temblar el suelo; algunas voces, probablemente de otro huésped... no mucho más. Finalmente, me dormí.

A la mañana siguiente, no sabía dónde estaba. Siempre tengo esa sensación cuando viajo. Dura unos segundos. Medio minuto, a lo sumo. Luego, todo regresa: General Acha, el asesino prófugo, el tipo del restaurant... Me acerqué a la ventana y espié a través de la cortina: el autito rojo se había ido.

En la recepción del motel encontré otro encargado, tan malhumorado como el de la noche. —Ya pasó la hora del desayuno— me escupió al verme. —¿Pero, cómo? ¿Qué hora es? —Van a ser las once.

Busqué con la mirada la estación de servicio. De día, las cosas se ven de otra forma: los escasos doscientos metros que separaban ambos lugares se habían convertido en un sendero de tierra húmeda, protegido por eucaliptos. Decidí caminar.

En el restaurant, me recibió el mozo de la noche anterior.

—¿Cómo le va, don? ¿No se enteró?

—¿De qué?

—Anoche, ni bien se fue usted, llegó la policía. Venían siguiendo el rastro de un delincuente.

—Sí, lo vi en las noticias... el psicópata asesino.

—No. ¿Qué psicópata? Es un estafador. Un tipo que va por los pueblos engañando a la gente. Les hace creer que es hijo de Richter. ¿Usted sabe quién es Richter?

—No, la verdad que no.

—Yo me enteré anoche. Era un alemán que, en los años cincuenta, le vendió a Perón el cuento de que podía generar energía barata. “Fusión nuclear”, le decía, o algo así. Le hizo creer que iba a repartir la energía en envases como botellas de leche.

—¿Y el viejo le creyó?

—Sí. Es más: le dio una isla, cerca de Bariloche, y un montón de plata para construir una central atómica. El tipo estuvo unos años trabajando ahí, hasta que se supo que era un engaño y terminaron echándolo a patadas.

—Y desde entonces lo están buscando.

—¡No, ése ya se murió hace tiempo! Al que buscan es al hijo. Bueno... a uno que dice ser el hijo. El tipo cuenta que su padre, después de dejar la isla, siguió trabajando en secreto hasta que al final pudo fabricar las botellas de energía. Y éste va por los pueblos vendiendo la máquina que dice que inventó el padre. Es muy simple: se enchufa en la corriente y se le conecta la energía, que es un tubo de metal que él llama electrobots, o algo así. Y listo, con eso no se paga más electricidad. 

—¿Y funciona?

—Funciona un par de horas, pero cuando deja de funcionar, el tipo ya levantó vuelo y no lo encuentran más. Me contaron los policías que aquí cerca, en Macachín, a un estanciero le sacó una fortuna con esa porquería, y por Bahía Blanca también enganchó a unos cuantos. Los canas me preguntaron si yo había escuchado esa historia por aquí, pero como les dije que no tenía noticias, siguieron camino.

—¡Pero mire usted! ¡Qué increíble! Hay gente que se cree cualquier cosa.

—Y,... sí. ¡Hasta al Viejo lo estafaron! En fin... ¿qué se va a servir, don?

Tomé un café con leche con medialunas, en la mesa que daba a la ventana. Desde allí veía la ruta, que a esta altura del día ya estaba bastante cargada de tránsito.

De vuelta en el motel, subí la valija al auto y seguí viaje.

El sol se reflejaba en el pavimento, produciendo reflejos a la distancia. Como si fuera agua, pero no. Me gusta pensar que, en algún punto del camino, comienza un oasis. ¿A quién no le gusta creer eso? Pero el oasis no llega nunca. La ruta es un engaño permanente.

Me sentía cansado. Cansado de la ruta, de los moteles, de hablar con desconocidos.

Mientras oía el tintinear de las electrobots que venía del baúl, decidí que, por el momento, lo mejor sería tomarme unas vacaciones.

jueves, 1 de mayo de 2014

Sin remedio


¿Cómo le va? ¿Se acuerda de mí? Yo ya vine una vez por acá. Una sola vez, hace mucho. Hace como cinco años, o más.
Yo no creía en estas cosas, pero mi vieja insistía. “Andá, vas a ver. Haceme caso.” me decía. “Vos no digas nada: él te dice tal cual cómo sos, y también te adivina el futuro. Es gitano: se nota que sabe mucho.” La verdad, yo no creía, pero vine igual. Aquella tarde usted me mostró un mazo con unas cartas muy raras. ¿Sabe cuáles le digo? Parecidas a las de tarot, pero con fotos en lugar de dibujos. Me acuerdo que saqué tres cartas, y usted me iba diciendo qué significaba cada una.
La primera fue “El ermitaño”. Usted me dijo que yo era un tipo tímido y poco sociable. En eso tuvo razón. La segunda, “El diablo”. Significaba que me dejo llevar por los instintos terrenales. La verdad que no sé qué me quería decir con eso. No le entendí. No importa.La tercera, “El degollado”. Era un tipo de pie, que sostenía su cabeza debajo del brazo. Esa no me quiso decir qué significaba. Me miró fijo y no dijo nada.Pero usted sabía. Seguro que sabía.
¡Ah! Ahora sí se acuerda de mí, ¿no?
El otro día me acordaba de usted, ¿sabe? Fue el martes pasado. Ese día llegué temprano de trabajar. Sí, sigo en la carpintería. ¡Qué memoria que tiene! La cuestión es que estaba entrando a mi casa, y me pareció raro que mi mujer no estuviera en la cocina, mirando la tele. Era la hora en que ella mira la novela. Sí, esa novela brasilera. Entonces voy para la pieza, y cuando estoy por entrar, escucho música suave que viene de adentro. Me asomo despacio, sin hacer ruido, y veo a un tipo en mi cama, desnudo, fumándose un pucho.
Me agarré tal calentura, que estuve a punto de entrar a los gritos y cagarlo a trompadas. Pero me contuve, ¿sabe? Lo pensé mejor. Sin hacer ruido, di la vuelta por el fondo y entré por el patio, para que no me viera. Me acerqué despacito y, cuando lo tuve cerca, le partí la cabeza con el martillo. Después, para descargar la bronca... ¡agarré el serrucho y le corté la cabeza!
Ahí me acordé de usted, ¿se da cuenta? De usted y del degollado. Usted sabía que iba a pasar esto, ¿no? Sí, claro que sabía. Mi vieja siempre me dice: “Ese hombre sabe todo”. Entiendamé: yo no soy un asesino, pero no tuve más remedio. El tipo estaba en mi casa, acostado en mi cama, y se había volteado a mi mujer. Hice lo único que podía hacer, ¿no le parece? Para colmo, termino de matarlo y se abre la puerta del baño: era mi mujer, que salía envuelta en un toallón. Claro, la muy puta se había acostado con el tipo y después se había ido a bañar. Imaginesé: cuando lo vio ahí tirado, degollado, en medio de semejante charco de sangre... se puso a gritar como una loca. ¿Qué iba a hacer? Volví a agarrar el martillo y le di en la cabeza hasta matarla. ¡No tuve más remedio!
Al observar la situación, entré en pánico. No sabía qué hacer. Pero fue apenas un instante, hasta que pude serenarme. Entonces, me puse a pensar cómo iba a deshacerme de los cadáveres. No quería dejar ningún cabo suelto, ningún rastro que me incrimine. Yo soy muy prolijo, en el laburo siempre me lo dicen. Bueno, usted seguro que ya lo sabe. Usted sabe todo. Se me ocurrió hacer un pozo en el terreno del fondo y enterrar los cuerpos. Ya era casi de noche, así que me puse a buscar la pala.
Estaba en eso, cuando escucho unos pasos: la vecina. “¡Dora! ¿Andás por ahí, nena? ¿Qué son esos alaridos?”, gritaba. ¡Vieja metida! ¿Quién la manda a chusmear en casa ajena? Claro: la vieja vive sola, no tiene nada que hacer. Entonces escuchó gritos y vino a meter las narices. Traté de evitar que entrara, pero no hice a tiempo. Cuando llegó a la pieza, la vieja casi se desmaya. Quiso salir corriendo, pero yo no podía permitírselo. ¿Qué podía hacer? No me quedó más remedio que volver a usar el martillo. Un solo golpe y cayó redonda.
Esa noche fue muy larga. Hice un pozo bien profundo atrás del galpón, para que no se vea, y enterré los tres cuerpos. Un buen trabajo: la excavación ni se nota. Igual, ya pasó casi una semana y la policía no apareció. Ya no creo que vengan. No sé para qué le cuento todo esto, si seguramente usted ya lo sabe. Por algo es vidente, ¿no?
Usted seguro que me entiende. Claro que me entiende. Yo no quería matar a tanta gente, pero no podía dejar testigos.
Es decir, todavía me queda uno. El último testigo. Por eso estoy aquí.
Creamé: yo no soy un asesino... pero no tengo más remedio.