Otra vez en la ruta. Como en una película interminable y
oscura. Mi vida, de a poco, se había ido transformando en eso: apenas una
triste road movie clase B. Aquella tarde de viernes volvía a mi casa
desde Bariloche, luego de visitar a varios clientes. Uno de ellos, un
industrial petrolero, me invitó a almorzar. No podía negarme, por lo que recién
pude salir a la ruta pasadas las tres de la tarde, precisamente cuando
comenzaba a lloviznar. Encendí el limpiaparabrisas.
Al llegar a Neuquén estaba muy cansado. Por un instante, pensé en hacer
noche allí, en algún hotel barato de viajantes, pero las ganas de llegar a mi
casa pudieron más que mi cansancio: decidí entonces cargar combustible y seguir
adelante. Podría avanzar un poco más antes de parar a dormir. Empezaba a
oscurecer. Prendí las luces.
Había viajado una hora más cuando comprendí mi error: el próximo lugar
en el que podría detenerme y pasar la noche era General Acha, a cuatrocientos
cincuenta kilómetros desde Neuquén. Iba a llegar muy tarde, tal vez a las doce.
Pero ya no había vuelta atrás: no iba a desandar camino por nada del mundo. Debía
seguir adelante. Aceleré.
—¿Qué me pasó? —pensaba. —Debo haber hecho este camino unas cien veces.
¿Cómo no me acordé de que este tramo es un desierto?— Puede haber sido el
cansancio, o el fastidio que llevaba por haberme demorado inútilmente. La noche
ya se había cerrado sobre la ruta sin iluminación, reduciendo el mundo visible
a mi cuerpo, mi maletín, mi automóvil y unos pocos metros de asfalto mojado.
Eso era todo. Encendí la radio.
Un noticiero contaba el caso de Diego Mendoza, un preso que se había
fugado de la cárcel de Zapala días atrás, luego de haber matado a su paso a dos
guardias con una faca. “Psicópata asesino”, repetía el locutor. La policía lo
buscaba intensamente desde entonces. Las noticias no me interesaban. Nunca me
interesaron. Apagué la radio.
La lluvia era cada vez más intensa. A lo lejos, divisé una luz.
Gradualmente, la veía acercarse y convertirse en cartel indicador: “Gral. Acha
– 220”. Todavía doscientos veinte kilómetros más. Es en momentos como ése cuando
pienso por qué no me habré quedado en la compañía de seguros: oficina con aire
acondicionado, café caliente a toda hora, salida a las cinco y llegada a casa
media hora más tarde. Comenzaba a refrescar. Puse la calefacción en 22º.
Cuando finalmente llegué a General Acha, encontré un pueblo fantasma, diluído
por la lluvia torrencial, que no cesaba. Sería difícil hallar donde dormir a
esa hora. Afortunadamente, sobre la ruta, a unos metros de la entrada
principal, alcancé a ver un cartel de chapa oxidada con una inscripción:
“Motel”. Sin dudarlo, entré con el auto y lo estacioné frente a la oficina. “Aquí
me quedo”, pensé. Apagué el motor.
El motel era un lugar ordinario: una larga hilera de habitaciones
contiguas, cada una enfrentada con su lugar de estacionamiento, al aire libre,
separados solamente por un pasillo que conducía a la oficina. Allí, el encargado
del turno noche, semidormido, se hallaba recostado sobre un escritorio en
penumbras. Le pedí una habitación, que me cobró por adelantado. Habiéndome
asegurado cama, pensé en comer algo.
—Aquí no tenemos cocina— me dijo, malhumorado—. El único lugar en donde
puede comer algo a esta hora es el restaurant de la estación de servicio.
Aquella luz. ¿La ve?
Desde la ventana, en medio de la oscuridad, el cartel luminoso de la
estación de servicio era la única señal de vida apreciable. Decidí ir en auto:
si bien el lugar no quedaba muy lejos, era mi única posibilidad de no terminar
completamente empapado.
El restaurant estaba desierto. O casi: un único cliente tomaba café en
la barra, mientras miraba las noticias en un viejo televisor colgado del techo.
Me senté en una mesa contra la ventana, pero nadie apareció. Recién varios
minutos más tarde, salió de la cocina un viejo muy delgado, le dió un vuelto al
otro cliente y se dirigió a mí: “¿Sí? ¿Qué se va a servir?”
No tenía mucha variedad gastronómica para ofrecerme. Luego de discutirlo
brevemente, conseguí que me preparara una milanesa con papas fritas. Mientras
esperaba mi comida, me quedé solo: por la ventana del bar vi irse al otro en un
pequeño autito rojo, y perderse bajo la lluvia.
El pedido no se hizo esperar demasiado. Mientras comía, el televisor
mostraba sobre una placa rojo sangre la palabra “Urgente”. Los investigadores
habían entregado a la prensa una fotografía de Diego Mendoza, el asesino
prófugo, y la mostraban por TV.
Su cara me resultaba familiar: ojos saltones, nariz aguileña y mentón en
punta. De pronto, lo recordé: el cliente solitario. Sí, el que tomaba café allí
un rato antes, solo, a escasos diez metros de mi mesa. "No. No puede ser.
Este era más morocho. No, no era él. ¿O sí? No, seguro que no. El cansancio me
hace alucinar. ¿Cómo se me ocurren esas cosas?"
La milanesa duró poco. También las papas fritas. Y en el televisor del
bar habían sacado el noticiero para poner a Tinelli. Pedí la cuenta.
La lluvia comenzaba a amainar. Aproveché para llegar hasta el auto. —Mejor
me voy a dormir —pensé.
Llegué al motel y encontré, estacionado en el espacio destinado a la
habitación número uno, el pequeño autito rojo.
Revisé mis bolsillos. En el de la camisa encontré el llavero de
plástico, con una llave y un número: el dos.
Entré a mi habitación; cerré la puerta y le di dos vueltas de llave. La
lluvia había cesado casi por completo. A lo lejos, se oía la sirena de un
automóvil policial.
Casi no pude dormir. Trataba de reconstruir mentalmente la imagen del
cliente solitario en el restaurant, que tomaba café acodado en la barra. Me
pareció recordar que evitaba mirarme. ¿Tendría miedo a ser reconocido? ¿O fue
sólo mi imaginación?
Lo cierto es que él, sea quien sea, estaba en ese preciso momento en la
habitación contigua a la mía. Intenté escuchar algo, pero sólo percibía los
ruidos de la ruta: el zumbido leve de los autos al pasar; el motor de los
camiones, que hacían temblar el suelo; algunas voces, probablemente de otro
huésped... no mucho más. Finalmente, me dormí.
A la mañana siguiente, no sabía dónde estaba. Siempre tengo esa
sensación cuando viajo. Dura unos segundos. Medio minuto, a lo sumo. Luego,
todo regresa: General Acha, el asesino prófugo, el tipo del restaurant... Me
acerqué a la ventana y espié a través de la cortina: el autito rojo se había
ido.
En la recepción del motel encontré otro encargado, tan malhumorado como
el de la noche. —Ya pasó la hora del desayuno— me escupió al verme. —¿Pero,
cómo? ¿Qué hora es? —Van a ser las once.
Busqué con la mirada la estación de servicio. De día, las cosas se ven
de otra forma: los escasos doscientos metros que separaban ambos lugares se
habían convertido en un sendero de tierra húmeda, protegido por eucaliptos.
Decidí caminar.
En el restaurant, me recibió el mozo de la noche anterior.
—¿Cómo le va, don? ¿No se enteró?
—¿De qué?
—Anoche, ni bien se fue usted, llegó la policía.
Venían siguiendo el rastro de un delincuente.
—Sí, lo vi en las noticias... el psicópata asesino.
—No. ¿Qué psicópata? Es un estafador. Un tipo que va por los pueblos
engañando a la gente. Les hace creer que es hijo de Richter. ¿Usted sabe quién
es Richter?
—No, la verdad que no.
—Yo me enteré anoche. Era un alemán que, en los años cincuenta, le
vendió a Perón el cuento de que podía generar energía barata. “Fusión nuclear”,
le decía, o algo así. Le hizo creer que iba a repartir la energía en envases como
botellas de leche.
—¿Y el viejo le creyó?
—Sí. Es más: le dio una isla, cerca de Bariloche, y un montón de plata
para construir una central atómica. El tipo estuvo unos años trabajando ahí,
hasta que se supo que era un engaño y terminaron echándolo a patadas.
—Y desde entonces lo están buscando.
—¡No, ése ya se murió hace tiempo! Al que buscan es al hijo. Bueno... a
uno que dice ser el hijo. El tipo cuenta que su padre, después de dejar la
isla, siguió trabajando en secreto hasta que al final pudo fabricar las
botellas de energía. Y éste va por los pueblos vendiendo la máquina que dice
que inventó el padre. Es muy simple: se enchufa en la corriente y se le conecta
la energía, que es un tubo de metal que él llama electrobots, o algo así. Y listo, con eso no se paga más
electricidad.
—¿Y funciona?
—Funciona un par de horas, pero cuando deja de funcionar, el tipo ya
levantó vuelo y no lo encuentran más. Me contaron los policías que aquí cerca,
en Macachín, a un estanciero le sacó una fortuna con esa porquería, y por Bahía
Blanca también enganchó a unos cuantos. Los canas me preguntaron si yo había
escuchado esa historia por aquí, pero como les dije que no tenía noticias,
siguieron camino.
—¡Pero mire usted! ¡Qué increíble! Hay gente que se cree cualquier cosa.
—Y,... sí. ¡Hasta al Viejo lo estafaron! En fin... ¿qué se va a servir,
don?
Tomé un café con leche con medialunas, en la mesa que daba a la ventana.
Desde allí veía la ruta, que a esta altura del día ya estaba bastante cargada
de tránsito.
De vuelta en el motel, subí la valija al auto y seguí viaje.
El sol se reflejaba en el pavimento, produciendo reflejos a la
distancia. Como si fuera agua, pero no. Me gusta pensar que, en algún punto del
camino, comienza un oasis. ¿A quién no le gusta creer eso? Pero el oasis no llega
nunca. La ruta es un engaño permanente.
Me sentía cansado. Cansado de la ruta, de los moteles, de hablar con
desconocidos.
Mientras oía el tintinear de las electrobots
que venía del baúl, decidí que, por el momento, lo mejor sería tomarme unas vacaciones.