Guido vivía en una pensión, sobre la calle Cangallo. Lo conocí a fines de los setenta. Alquilaba una pieza, una de las del fondo, de las mejores. Allí estaban todas sus pertenencias, su mundo: un armario, en el que guardaba la poca ropa que tenía, su cama, que había comprado en cuotas en una mueblería en la Avenida Belgrano... no mucho más que eso. Una pieza mínima: ni baño privado tenía. El baño, que daba al patio común, debía compartirlo con otros tres inquilinos.
Había que ver el frío que hacía, en las madrugadas de invierno, cuando Guido se levantaba, a eso de las seis, bien temprano, para llegar al baño antes que los otros. Se lavaba como podía (a veces no había agua caliente), se afeitaba, se vestía. Después tomaba unos mates y salía a trabajar, en el Correo Central, de ocho a cinco de la tarde.
Un lunes, cuando llegaba del trabajo, la conoció.
Gladys también era inquilina de aquella pensión. Una joven muy bonita, de piel oscura, cabellos como carbón y enormes ojos. Era algo menor que él: no tendría más de veinticuatro años. Había llegado a Buenos Aires quince días atrás, a buscar trabajo. Por intermedio de una amiga, nacida en su mismo pueblo, consiguió una pieza en la planta alta. No era muy cómoda, pero ella no tenía dinero para lujos. Igual que Guido, compartía el baño con otras inquilinas, unas gitanas a las que prefería no cruzarse.
Para llegar a su pieza tenía que subir una escalera larga y angosta que desembocaba en un pasillo. Éste unía todas las habitaciones del piso superior, balconeando hacia el patio de la planta baja. En ese lugar pasaban las horas las gitanas, asomadas por la baranda del pasillo, curioseando a los tipos que entraban a la pensión y cotorreando entre ellas.
El patio no era, como podría pensarse, sólo un lugar de paso: por las noches, se convertía en el punto de reunión de los pensionistas, especialmente de los más jóvenes, que se encontraban allí para salir. Comenzaban a juntarse de a poco. El rumor de las voces y las risas, iba in crescendo hasta que, en un momento dado, salían en grupo, tal vez hacia algún boliche, o algún bar del centro. De pronto, la pensión quedaba otra vez en silencio, solamente interrumpido por el llanto de algún bebé, o algún bocinazo que llegaba de la calle.
Pero esa tarde, cuando Guido llegó del trabajo, en el patio no había jóvenes alborotados, ni bebés llorando por comida. Sentada en el último peldaño de la escalera interminable, estaba Gladys. Cuando la miró a los ojos, notó que tenía un dejo de melancolía en la mirada, como si hubiera estado llorando. “Buenas tardes”, la saludó, a lo que ella respondió con una sonrisa triste. Prefirió no decir nada más, tal vez para no incomodarla. Ya habría oportunidad de conocerla.
La oportunidad se presentó al día siguiente. Esta vez, fue ella quien tomó la iniciativa, saludándolo con una sonrisa. Esa tarde conversaron por primera vez. Se conocieron, se gustaron. Guido supo que ella había conseguido un trabajo en un locutorio a tres cuadras de la pensión, en el turno noche, pero que no estaba nada conforme: el sueldo era muy bajo, y además no le gustaba trabajar en ese horario. La conversación concluyó obligadamente cuando llegó, para Gladys, la hora de ir a trabajar.
Sin embargo, el encuentro entre Gladys y Guido comenzó a repetirse todas las tardes. Él llegaba y la encontraba a ella, esperándolo. Al principio, sólo compartían esos pocos minutos de patio, entre las obligaciones de uno y de la otra. Guido hubiera querido invitarla a su pieza, aunque más no sea para evitar el curioseo descarado de las gitanas, pero la casera, una gallega fastidiosa, les tenía prohibido a los inquilinos ese tipo de visitas. “Si os pesco, os pondré de patitas en la calle”, les advertía a los pensionistas en cuanto ingresaban.
Luego vinieron los fines de semana, las salidas al cine, los paseos por el Rosedal, donde se besaron por primera vez. Un poco después, comenzaron las furtivas excursiones nocturnas de Guido, que cruzaba el patio en puntas de pie, subía la interminable escalera hasta la planta alta, y caminaba sigilosamente hasta la pieza veintiuno, rezando para que la gallega no lo oiga. Al llegar, miraba hacia todos lados y abría la puerta, que siempre estaba sin llave.
Una noche había llegado hasta el pasillo superior cuando, entre las sombras, se le apareció una gitana gorda, que se paseaba amamantando a un bebé. Lo miró a la cara, y le soltó una sonrisa socarrona que decía: “yo sé adónde vas, y también sé a qué vas”. Él siguió su camino, bajando la mirada.
En la pieza veintiuno, Gladys apenas esperó a que cierre la puerta para abrazarlo. Pero en cuanto lo hizo, notó que algo le sucedía.
–¿Qué tenés? Estás pálido...
–Me acabo de cruzar con la gorda del fondo. ¿Vos le dijiste algo de lo nuestro?
–¿Estás loco? Yo con esas ni me hablo. ¿Por qué? ¿Te dijo algo?
–No, nada... No importa.
Gladys se ocupó, con besos y caricias, de que su amante olvidara pronto lo que le había sucedido. Pasaron la noche juntos, pero luego, como siempre, Guido volvió a su pieza, a escondidas, antes del amanecer, para evitar miradas indiscretas.
Esa mañana, cuando estaba por salir rumbo a su trabajo, Guido salió al patio y vio que, junto a la puerta de salida, estaba la gitana gorda junto a otra, muy alta y flaca, y lo miraban sonrientes. Al observarla de día, comprobó que era aún más gorda de lo que pensaba. Cuando pasó a su lado, escuchó que lo saludaba en tono burlón. “Adiós, mi novio”. Él se alejó casi corriendo, no quiso mirarla. Tal vez porque lo intimidaban esas gitanas que lo examinaban con descaro, o tal vez porque sabía que conocían un secreto que podía ponerlo “de patitas en la calle”.
Pasaron algunos días y Guido no volvió a saber de la gitana. Pensaba que probablemente se habría olvidado de él y que ya no lo molestaría más. Aunque, por otra parte, era muy difícil que se encontraran, ya que él salía a la calle muy temprano y regresaba a la pensión casi al entrar la noche. Sí, en cambio, había estado con Gladys: ella lo esperaba diariamente en la puerta de la pensión cuando Guido volvía de su trabajo, y él la acompañaba hasta el locutorio, caminando de la mano. Luego, casi todas las noches, el encuentro secreto en la pieza veintiuno.
Pero sucedió que un viernes a la madrugada, cuando Guido salía del baño, la gitana estaba en el patio, esperándolo.
–Algunas tanto y otras tan poco... Esta noche me toca a mí, ¿no?
Guido no entendía o, mejor dicho, prefería no entender.
–Te dejo la puerta abierta, como hace la Gladys. Mirá que te voy a estar esperando, ¿eh? –le dijo, guiñándole un ojo. Luego de eso, dio media vuelta y se fue.
Guido quedó petrificado. En su cabeza se amontonaban muchas preguntas sin respuesta. Indudablemente, la gorda no bromeaba: esa noche iba a esperarlo en su pieza, la pieza del fondo. “La Gorda”: ni siquiera sabía su nombre. ¿Vivía sola en esa pieza? Sola, seguro que no: la había visto con un bebé. ¿Y la flaca? ¿Viviría con ella? ¿Y qué le iba a decir a Gladys? Lo mejor sería no decirle nada...
Fue un día difícil para Guido. Para peor, era un tipo muy discreto y casi no tenía amigos. Alguien a quien contarle lo que le había pasado, alguien que pudiera aconsejarlo. Por momentos se olvidaba de todo, pero de pronto la imagen de la gorda guiñándole el ojo, con esa sonrisa cómplice, volvía a su cabeza. Y con ella volvían el desconcierto y la angustia.
“¿Y si le digo que no me siento bien? No tiene sentido. Con eso nada más estiro las cosas un poco. ¿Y si no voy nada? No, a ver si la gorda se enoja y me denuncia con la gallega. ¿Entonces qué hago?”
Tenía unas pocas horas para decidirlo.
Como todas las tardes, salió del Correo Central y volvió a la pensión a pie. Caminaba más lento que lo habitual, como si quisiera posponer un poco más el momento de la decisión. Fue inútil: allí estaba la pensión, allí estaba Gladys, esperándolo, como siempre, en la puerta. Y mientras tanto, Guido pensaba que se moría.
–Esta noche no me esperes –improvisó. –Estoy muy cansado.
No era la primera noche que Guido no iba a visitarla. Sin embargo, esta vez Gladys notó algo raro en su forma de excusarse. De todos modos, aceptó. “Bueno, como quieras.”
Caminaron juntos por la calle, en silencio, tomados de la mano. Él la dejó en el locutorio, luego de despedirla con un beso. Regresó a la pensión, y al llegar al patio se encontró con ella, la gorda gitana, que se le acercó y le dijo al oído: “Te espero a la una, como cuando vas a ver a la Gladys”.
Guido creyó ver en esa invitación una amenaza: “Si no venís, cuento lo de tus visitas a la Gladys”. Tal vez lo fuera, o tal vez no. Pero lo que sí le quedó claro era que esa noche, a la una de la madrugada, él tenía que estar abriendo la puerta de la pieza del fondo. Y así fue: como tantas otras veces, cruzó el patio en puntas de pie y subió la escalera, pero como nunca hasta ahora, siguió por el largo pasillo hasta el final.
Al abrir la puerta, la flaca alta que había visto cuchichear con la gorda salió repentinamente, con el bebé en brazos. “Dale, pasá. Cristina está te esperando”, le dijo al salir. Caminó unos pasos y se metió en una habitación vecina.
Cristina (por fin, Guido sabía su nombre) lo esperaba recostada sobre la cama. En camisón le parecía aún más desagradable. “¿Querés un whisky?”
Este fue el comienzo de un tiempo muy difícil para Guido: con una novia que mantenía en secreto, para evitar las suspicacias de la encargada de la pensión, y otra “novia”, aún más secreta, que lo recibía en su pieza una o dos veces a la semana. Un equilibrio que iba a resultar muy difícil de sostener.
Muy pronto, Guido comenzó a desmejorar. El muchacho alegre y atlético que Gladys había conocido, de a poco iba perdiendo el ánimo. Lo notaba siempre cansado, desganado, ojeroso... Además, había perdido peso.
Entonces, sucedió lo que era de esperarse: Gladys, ante las negativas de Guido a visitarla en su cama alegando mil excusas, tuvo un mal presentimiento. Una noche se quedó despierta y, cuando escuchó ruidos en el pasillo, entreabrió la puerta de su pieza. En ese momento, Gladys entendió todo. O creyó entender.
Esa tarde, cuando Guido volvía del Correo, Gladys estaba esperándolo en la puerta de la pensión. Pero en lugar de un beso cálido, lo que Guido recibió fue un cachetazo, y una andanada de reproches. “¡Qué hacías con esa gorda! Dejame que te explique. No es como vos pensás.”
Los detalles de la acalorada discusión que mantuvieron Gladys y Guido en la puerta de la pensión no vienen al caso. Sólo diré que llegaron a un acuerdo: blanquearían su relación esa misma noche ante la gallega, y le alquilarían una pieza más grande, en la que podrían convivir. Fueron juntos a verla. Guido le preguntó cuánto costaba la pieza dos, una de las pocas con baño privado, y que se había desocupado esa misma semana. Llegaron a la conclusión de que lo que pagaban entre ambos en forma individual era prácticamente lo mismo que pagarían por la pieza grande.
Al día siguiente, Gladys y Guido vivían en pareja.
Guido se ocupó de acondicionar la nueva pieza, que el inquilino anterior había dejado totalmente destruída. Pintó paredes, arregló la persiana, cambió las canillas del baño. Gladys también ayudó: con una tela que consiguió a buen precio, hizo unas cortinas nuevas. Hasta le bordó corazoncitos. La pieza dos, que unos días antes era una cueva oscura y húmeda, se había convertido ahora en un lugar cálido y habitable. Allí vivieron en armonía, hasta que una noche...
Una noche, cuando Gladys regresó del locutorio, encontró a Guido durmiendo. No quiso despertarlo: parecía cansado. Sólo se desvistió y se durmió a su lado. Ella también estaba muy cansada.
De pronto, en medio de la noche, se sobresaltó: había tenido una pesadilla. Cuando miró a su lado, no había nadie.
Pensó que, tal vez, Guido hubiera ido al baño. Entreabrió la puerta, para obsevar el baño, que estaba atravesando el patio. Y lo vio. Pero Guido no estaba en el baño, sino que salía de la pieza de Cristina, la pieza del fondo.
Esta vez no hubo discusión. De nada sirvieron los “¡Esperá!” y los “¡Te lo puedo explicar!” de Guido. En ese mismo momento, Gladys comenzó a hacer su equipaje. Quince minutos más tarde estaba subiendo a un taxi y, luego de otros quince minutos, estaba en la Terminal de Retiro, esperando el micro que la llevaría a su pueblo natal: Rápido San José – 5:00 hs. – Plataforma 14.
Poco tiempo más duró aquella pensión. Apenas un par de meses más tarde la gallega decidió venderla. Los inquilinos fueron desalojados, y se les dio un plazo perentorio para que encontraran alojamiento. Una vez hecha la transferencia, el nuevo propietario encargó su demolición inmediata. Hoy, la pensión de la calle Cangallo se ha convertido en la playa de estacionamiento de la calle Teniente General Perón. No conservó ni el nombre de la calle.
No sé con exactitud cuál fue el destino de Guido. Sólo volví a verlo una vez. Habían pasado un par de años. Fue por Congreso, una tarde de Noviembre. Llevaba puesta una camisa de colores vivos. Me contó que había renunciado al Correo Central y que ahora se dedicaba a la compraventa de autos usados.
Había que ver el frío que hacía, en las madrugadas de invierno, cuando Guido se levantaba, a eso de las seis, bien temprano, para llegar al baño antes que los otros. Se lavaba como podía (a veces no había agua caliente), se afeitaba, se vestía. Después tomaba unos mates y salía a trabajar, en el Correo Central, de ocho a cinco de la tarde.
Un lunes, cuando llegaba del trabajo, la conoció.
Gladys también era inquilina de aquella pensión. Una joven muy bonita, de piel oscura, cabellos como carbón y enormes ojos. Era algo menor que él: no tendría más de veinticuatro años. Había llegado a Buenos Aires quince días atrás, a buscar trabajo. Por intermedio de una amiga, nacida en su mismo pueblo, consiguió una pieza en la planta alta. No era muy cómoda, pero ella no tenía dinero para lujos. Igual que Guido, compartía el baño con otras inquilinas, unas gitanas a las que prefería no cruzarse.
Para llegar a su pieza tenía que subir una escalera larga y angosta que desembocaba en un pasillo. Éste unía todas las habitaciones del piso superior, balconeando hacia el patio de la planta baja. En ese lugar pasaban las horas las gitanas, asomadas por la baranda del pasillo, curioseando a los tipos que entraban a la pensión y cotorreando entre ellas.
El patio no era, como podría pensarse, sólo un lugar de paso: por las noches, se convertía en el punto de reunión de los pensionistas, especialmente de los más jóvenes, que se encontraban allí para salir. Comenzaban a juntarse de a poco. El rumor de las voces y las risas, iba in crescendo hasta que, en un momento dado, salían en grupo, tal vez hacia algún boliche, o algún bar del centro. De pronto, la pensión quedaba otra vez en silencio, solamente interrumpido por el llanto de algún bebé, o algún bocinazo que llegaba de la calle.
Pero esa tarde, cuando Guido llegó del trabajo, en el patio no había jóvenes alborotados, ni bebés llorando por comida. Sentada en el último peldaño de la escalera interminable, estaba Gladys. Cuando la miró a los ojos, notó que tenía un dejo de melancolía en la mirada, como si hubiera estado llorando. “Buenas tardes”, la saludó, a lo que ella respondió con una sonrisa triste. Prefirió no decir nada más, tal vez para no incomodarla. Ya habría oportunidad de conocerla.
La oportunidad se presentó al día siguiente. Esta vez, fue ella quien tomó la iniciativa, saludándolo con una sonrisa. Esa tarde conversaron por primera vez. Se conocieron, se gustaron. Guido supo que ella había conseguido un trabajo en un locutorio a tres cuadras de la pensión, en el turno noche, pero que no estaba nada conforme: el sueldo era muy bajo, y además no le gustaba trabajar en ese horario. La conversación concluyó obligadamente cuando llegó, para Gladys, la hora de ir a trabajar.
Sin embargo, el encuentro entre Gladys y Guido comenzó a repetirse todas las tardes. Él llegaba y la encontraba a ella, esperándolo. Al principio, sólo compartían esos pocos minutos de patio, entre las obligaciones de uno y de la otra. Guido hubiera querido invitarla a su pieza, aunque más no sea para evitar el curioseo descarado de las gitanas, pero la casera, una gallega fastidiosa, les tenía prohibido a los inquilinos ese tipo de visitas. “Si os pesco, os pondré de patitas en la calle”, les advertía a los pensionistas en cuanto ingresaban.
Luego vinieron los fines de semana, las salidas al cine, los paseos por el Rosedal, donde se besaron por primera vez. Un poco después, comenzaron las furtivas excursiones nocturnas de Guido, que cruzaba el patio en puntas de pie, subía la interminable escalera hasta la planta alta, y caminaba sigilosamente hasta la pieza veintiuno, rezando para que la gallega no lo oiga. Al llegar, miraba hacia todos lados y abría la puerta, que siempre estaba sin llave.
Una noche había llegado hasta el pasillo superior cuando, entre las sombras, se le apareció una gitana gorda, que se paseaba amamantando a un bebé. Lo miró a la cara, y le soltó una sonrisa socarrona que decía: “yo sé adónde vas, y también sé a qué vas”. Él siguió su camino, bajando la mirada.
En la pieza veintiuno, Gladys apenas esperó a que cierre la puerta para abrazarlo. Pero en cuanto lo hizo, notó que algo le sucedía.
–¿Qué tenés? Estás pálido...
–Me acabo de cruzar con la gorda del fondo. ¿Vos le dijiste algo de lo nuestro?
–¿Estás loco? Yo con esas ni me hablo. ¿Por qué? ¿Te dijo algo?
–No, nada... No importa.
Gladys se ocupó, con besos y caricias, de que su amante olvidara pronto lo que le había sucedido. Pasaron la noche juntos, pero luego, como siempre, Guido volvió a su pieza, a escondidas, antes del amanecer, para evitar miradas indiscretas.
Esa mañana, cuando estaba por salir rumbo a su trabajo, Guido salió al patio y vio que, junto a la puerta de salida, estaba la gitana gorda junto a otra, muy alta y flaca, y lo miraban sonrientes. Al observarla de día, comprobó que era aún más gorda de lo que pensaba. Cuando pasó a su lado, escuchó que lo saludaba en tono burlón. “Adiós, mi novio”. Él se alejó casi corriendo, no quiso mirarla. Tal vez porque lo intimidaban esas gitanas que lo examinaban con descaro, o tal vez porque sabía que conocían un secreto que podía ponerlo “de patitas en la calle”.
Pasaron algunos días y Guido no volvió a saber de la gitana. Pensaba que probablemente se habría olvidado de él y que ya no lo molestaría más. Aunque, por otra parte, era muy difícil que se encontraran, ya que él salía a la calle muy temprano y regresaba a la pensión casi al entrar la noche. Sí, en cambio, había estado con Gladys: ella lo esperaba diariamente en la puerta de la pensión cuando Guido volvía de su trabajo, y él la acompañaba hasta el locutorio, caminando de la mano. Luego, casi todas las noches, el encuentro secreto en la pieza veintiuno.
Pero sucedió que un viernes a la madrugada, cuando Guido salía del baño, la gitana estaba en el patio, esperándolo.
–Algunas tanto y otras tan poco... Esta noche me toca a mí, ¿no?
Guido no entendía o, mejor dicho, prefería no entender.
–Te dejo la puerta abierta, como hace la Gladys. Mirá que te voy a estar esperando, ¿eh? –le dijo, guiñándole un ojo. Luego de eso, dio media vuelta y se fue.
Guido quedó petrificado. En su cabeza se amontonaban muchas preguntas sin respuesta. Indudablemente, la gorda no bromeaba: esa noche iba a esperarlo en su pieza, la pieza del fondo. “La Gorda”: ni siquiera sabía su nombre. ¿Vivía sola en esa pieza? Sola, seguro que no: la había visto con un bebé. ¿Y la flaca? ¿Viviría con ella? ¿Y qué le iba a decir a Gladys? Lo mejor sería no decirle nada...
Fue un día difícil para Guido. Para peor, era un tipo muy discreto y casi no tenía amigos. Alguien a quien contarle lo que le había pasado, alguien que pudiera aconsejarlo. Por momentos se olvidaba de todo, pero de pronto la imagen de la gorda guiñándole el ojo, con esa sonrisa cómplice, volvía a su cabeza. Y con ella volvían el desconcierto y la angustia.
“¿Y si le digo que no me siento bien? No tiene sentido. Con eso nada más estiro las cosas un poco. ¿Y si no voy nada? No, a ver si la gorda se enoja y me denuncia con la gallega. ¿Entonces qué hago?”
Tenía unas pocas horas para decidirlo.
Como todas las tardes, salió del Correo Central y volvió a la pensión a pie. Caminaba más lento que lo habitual, como si quisiera posponer un poco más el momento de la decisión. Fue inútil: allí estaba la pensión, allí estaba Gladys, esperándolo, como siempre, en la puerta. Y mientras tanto, Guido pensaba que se moría.
–Esta noche no me esperes –improvisó. –Estoy muy cansado.
No era la primera noche que Guido no iba a visitarla. Sin embargo, esta vez Gladys notó algo raro en su forma de excusarse. De todos modos, aceptó. “Bueno, como quieras.”
Caminaron juntos por la calle, en silencio, tomados de la mano. Él la dejó en el locutorio, luego de despedirla con un beso. Regresó a la pensión, y al llegar al patio se encontró con ella, la gorda gitana, que se le acercó y le dijo al oído: “Te espero a la una, como cuando vas a ver a la Gladys”.
Guido creyó ver en esa invitación una amenaza: “Si no venís, cuento lo de tus visitas a la Gladys”. Tal vez lo fuera, o tal vez no. Pero lo que sí le quedó claro era que esa noche, a la una de la madrugada, él tenía que estar abriendo la puerta de la pieza del fondo. Y así fue: como tantas otras veces, cruzó el patio en puntas de pie y subió la escalera, pero como nunca hasta ahora, siguió por el largo pasillo hasta el final.
Al abrir la puerta, la flaca alta que había visto cuchichear con la gorda salió repentinamente, con el bebé en brazos. “Dale, pasá. Cristina está te esperando”, le dijo al salir. Caminó unos pasos y se metió en una habitación vecina.
Cristina (por fin, Guido sabía su nombre) lo esperaba recostada sobre la cama. En camisón le parecía aún más desagradable. “¿Querés un whisky?”
Este fue el comienzo de un tiempo muy difícil para Guido: con una novia que mantenía en secreto, para evitar las suspicacias de la encargada de la pensión, y otra “novia”, aún más secreta, que lo recibía en su pieza una o dos veces a la semana. Un equilibrio que iba a resultar muy difícil de sostener.
Muy pronto, Guido comenzó a desmejorar. El muchacho alegre y atlético que Gladys había conocido, de a poco iba perdiendo el ánimo. Lo notaba siempre cansado, desganado, ojeroso... Además, había perdido peso.
Entonces, sucedió lo que era de esperarse: Gladys, ante las negativas de Guido a visitarla en su cama alegando mil excusas, tuvo un mal presentimiento. Una noche se quedó despierta y, cuando escuchó ruidos en el pasillo, entreabrió la puerta de su pieza. En ese momento, Gladys entendió todo. O creyó entender.
Esa tarde, cuando Guido volvía del Correo, Gladys estaba esperándolo en la puerta de la pensión. Pero en lugar de un beso cálido, lo que Guido recibió fue un cachetazo, y una andanada de reproches. “¡Qué hacías con esa gorda! Dejame que te explique. No es como vos pensás.”
Los detalles de la acalorada discusión que mantuvieron Gladys y Guido en la puerta de la pensión no vienen al caso. Sólo diré que llegaron a un acuerdo: blanquearían su relación esa misma noche ante la gallega, y le alquilarían una pieza más grande, en la que podrían convivir. Fueron juntos a verla. Guido le preguntó cuánto costaba la pieza dos, una de las pocas con baño privado, y que se había desocupado esa misma semana. Llegaron a la conclusión de que lo que pagaban entre ambos en forma individual era prácticamente lo mismo que pagarían por la pieza grande.
Al día siguiente, Gladys y Guido vivían en pareja.
Guido se ocupó de acondicionar la nueva pieza, que el inquilino anterior había dejado totalmente destruída. Pintó paredes, arregló la persiana, cambió las canillas del baño. Gladys también ayudó: con una tela que consiguió a buen precio, hizo unas cortinas nuevas. Hasta le bordó corazoncitos. La pieza dos, que unos días antes era una cueva oscura y húmeda, se había convertido ahora en un lugar cálido y habitable. Allí vivieron en armonía, hasta que una noche...
Una noche, cuando Gladys regresó del locutorio, encontró a Guido durmiendo. No quiso despertarlo: parecía cansado. Sólo se desvistió y se durmió a su lado. Ella también estaba muy cansada.
De pronto, en medio de la noche, se sobresaltó: había tenido una pesadilla. Cuando miró a su lado, no había nadie.
Pensó que, tal vez, Guido hubiera ido al baño. Entreabrió la puerta, para obsevar el baño, que estaba atravesando el patio. Y lo vio. Pero Guido no estaba en el baño, sino que salía de la pieza de Cristina, la pieza del fondo.
Esta vez no hubo discusión. De nada sirvieron los “¡Esperá!” y los “¡Te lo puedo explicar!” de Guido. En ese mismo momento, Gladys comenzó a hacer su equipaje. Quince minutos más tarde estaba subiendo a un taxi y, luego de otros quince minutos, estaba en la Terminal de Retiro, esperando el micro que la llevaría a su pueblo natal: Rápido San José – 5:00 hs. – Plataforma 14.
Poco tiempo más duró aquella pensión. Apenas un par de meses más tarde la gallega decidió venderla. Los inquilinos fueron desalojados, y se les dio un plazo perentorio para que encontraran alojamiento. Una vez hecha la transferencia, el nuevo propietario encargó su demolición inmediata. Hoy, la pensión de la calle Cangallo se ha convertido en la playa de estacionamiento de la calle Teniente General Perón. No conservó ni el nombre de la calle.
No sé con exactitud cuál fue el destino de Guido. Sólo volví a verlo una vez. Habían pasado un par de años. Fue por Congreso, una tarde de Noviembre. Llevaba puesta una camisa de colores vivos. Me contó que había renunciado al Correo Central y que ahora se dedicaba a la compraventa de autos usados.