Los primeros
destellos del sol no lograron interrumpir mi sueño. Recién cuando comenzaron a
bajar a la playa algunos turistas con sus sombrillas y sus carpas, sus hijos
gritones, jugadores de futebol,
y sus radios a todo volumen, me desperté y comprendí que había pasado la noche
allí, durmiendo sobre la arena.
No podía
recordar nada de lo sucedido. “¿Cómo fue que
terminé aquí, tirado entre los médanos?” Miré a mi alrededor: las botellas
vacías que me rodeaban comenzaban a darme alguna pista. “Cachaça Capoeira”, decía una en la
etiqueta. “El alcohol me está matando.”
Arena entre la
ropa. Arena en los zapatos. Arena en mi cara, en mi nariz, en mi boca. Arena
por todos lados. Odio la arena. Pero no podía quitármela. Apenas podía moverme:
resaca atroz. Un perro vagabundo se me acercó y comenzó a olerme ahí abajo. “Sólo ésto me faltaba”. Cuando
finalmente pude ponerme de pie, observé el cartel de la entrada: “Brahma - Parador
42”. ¡Cuarenta y dos! Mi cabaña (o, mejor dicho, la cabaña que había alquilado
ese año) estaba frente al parador 5. Eso significa que caminé varios kilómetros
a orillas del mar, llevando conmigo todas estas botellas,... ¡y no recordaba
nada!
No estaba en
condiciones de volverme a pie. Pensé en hacer dedo. “¿Quién me va a llevar en este estado? Tendría que estar loco”.
Busqué mi billetera. Quizás pudiera pedir un taxi desde el parador. No la
encontré: tal vez la dejé en la cabaña, la perdí, o me la robaron. Revisé una
vez más y algo insólito, inesperado, apareció en el bolsillo de mi camisa: una
fotografía polaroid, tomada en la
barra de un bar. En ella, una garota
bronceada, de ojos claros, levantaba una copa de champagne mientras miraba a la cámara, sonriente, desafiante. “¡Quién es esta belleza!”. En el dorso,
una dedicatoria escrita a mano: “Brinde a
uma noite inesquecível. Rosinha.”
Tomo alcohol
desde que tengo memoria. Desde que salía con los chicos de la cuadra, allá en
Saavedra, y nos íbamos a jugar al pool
a Cutter’s. Los otros eran grandes,
pero yo tendría trece o catorce en aquella época. A ellos les vendían, porque
eran mayores. Pedían cerveza, o Gancia con limón, y me convidaban a mí. “¡Un traguito, eh! ¡No te zarpes!”, me
decían. Yo, a veces, tomaba un traguito, casi siempre un poco más. Luego
vinieron las noches de disco, en los boliches de Libertador. Un gin-tonic o un whiscola, y me sentía John Travolta. Después, los asados en casas
de amigos, con vermouth y vino tinto. Pero nunca terminé borracho. Al menos, no
demasiado. Apenas un poco alegre, un poco suelto, un poco estúpido. Nada que no
se arregle con unas horas de sueño y un antiácido. Nunca, hasta aquella noche.
Volví a la polaroid, a observar detenidamente a la garota. Rosinha. Diosa tropical. No me resultaba
familiar ni su cara ni su nombre y, sin embargo, por lo que ella decía, pasamos
la noche juntos. O, al menos, una parte de la noche, porque no amaneció a mi
lado. Tenía que encontrarla. Tenía que volver a pasar con ella una noche
inolvidable, pero una que pueda recordar. Al fondo de la foto se veía una
publicidad luminosa, apoyada sobre la pared de madera del bar, en enormes
letras rojas de neón: SKOL. A un
costado, el barman preparaba un
trago. Detrás de él, por una ventana, se veía el reflejo de la luna en el mar.
Sobre la barra, algunos cocos apilados. Observé la imagen hasta el cansancio,
dentro de lo que me permitía mi pobre visión sin anteojos. Estudié
cada detalle, buscando en cada reflejo, en cada sombra. Algo, lo que sea, que
me permita identificar el bar. Pero no había nada: era como cualquier bar, de
cualquier parador, de cualquier playa en esta ciudad, y estoy hablando de una
ciudad de muchos bares y muchas playas.
De pronto, se me
encendió una luz: tal vez estuvimos en este mismo parador. Tal vez estuve con
ella aquí, tal vez hicimos el amor sobre esta misma arena, ocultos detrás de esa
palmera. Tal vez, el bar de la foto sea aquél, a unos pocos metros de aquí... ¿Cómo
no lo pensé antes?
Corrí en
dirección al bar. Al entrar, noté que todos me miraban, seguramente extrañados
por mi urgencia. Para mi desazón, era un lugar elegante, moderno, con decorado
minimalista, totalmente en blanco y verde agua. Nada más opuesto a aquella cabaña
tropical de la foto, los cocos, las luces, la garota...
Me acerqué al
encargado, que me miraba con fastidio. Le pregunté, mostrándole la foto, en mi
portugués lastimoso: “¿Onde é? ¿Conhece?”. No conseguí más respuesta que un
parloteo confuso, y un gesto inconfundible: me señalaba la puerta de salida.
Otra vez afuera, comencé a buscar en los alrededores. ¿Sería en el parador 43?
¿O en el 41? Alternativamente, caminé por la playa hacia el norte y hacia el sur,
buscando ese bar y esa mujer. Repetía mi interrogatorio en cada lugar al que
entraba, sin resultados. Nadie conocía el bar. Nadie conocía a Rosinha.
Llegó el
mediodía y el sol se ocultó. Unas nubes de tormenta se acercaban a la costa
desde el mar. De a poco, los turistas fueron abandonando la playa, buscando
refugio. Mientras tanto, yo, que había llegado hasta el parador 35, opté por
seguir hacia el sur. Entraba en todos los bares. Muchos de ellos se asemejaban en
algo al de la foto, pero ninguno era el de la “noite inesquecível”.
Los paradores
28 y el 27 estaban muy lejos entre sí: los separaba un ancho canal, que sólo se
podía cruzar por un puente levadizo. No recordaba haber estado allí antes, ni
en mis sueños.
Al llegar al 22
comenzó a llover. Al principio eran unas gotas aisladas, pesadas, que caían en
la arena dejando huella. Luego, de a poco, la llovizna se transformó en
aguacero. La lluvia torrencial y el viento sacudían las palmeras de la playa,
que flameaban como banderas. En todos mis años por aquel lugar, jamás había
visto llover de esa forma.
Mientras tanto,
yo seguía buscando. En el parador 18 encontré un mozo que me dijo haber visto a
Rosinha por allí. Le parecía recordar que era una dançarina
de samba, pero no estaba seguro. Al
menos, eso le entendí. No le creí. Seguí viaje.
La tarde se iba
diluyendo lentamente, y las playas, otrora llenas de turistas, aparecían ahora desiertas,
por culpa del mal tiempo. Algunos de los bares habían decidido cerrar más
temprano de lo habitual, por falta de público. Cuando por fin alcancé el parador
cinco (que luego de quince días de veraneo conocía bastante bien) decidí llegar
hasta el final: el parador cero, al que los lugareños llamaban “O fim do Mundo”,
que se encontraba casi a un kilómetro. El cansancio y el clima inhóspito me
habían hecho perder las esperanzas casi por completo, pero no podía abandonar
faltando tan poco.
Fue inútil:
ningún indicio de aquel bar con cocos sobre la barra, ningún indicio de
Rosinha.
Regresé a mi
cabaña. Desmoralizado, me acosté sin quitarme la ropa. No tenía ánimo siquiera
de procurarme algo de comida para la cena. Repasé mentalmente los lugares en
los que había estado, la gente con la que había hablado... Antes de darme
cuenta, me había vencido el sueño. Esa noche, que era la última de mis
vacaciones, dormí más profundamente que nunca.
Los días
siguientes se sucedieron sin tregua. Apenas unas horas más tarde estaba sobre un
ómnibus, atravesando la Rodovia 290 a toda velocidad, con destino a Buenos
Aires, en un viaje agotador. Y, casi sin anestesia, la vuelta a la gris
monotonía de la oficina.
Sobre mi
escritorio, oculta detrás del cartel plástico que dice “Clientes Corporativos”,
todavía conservo aquella foto. La foto de Rosinha y de la “noche inolvidable”
que ya nunca podré recordar.